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jueves, 30 de abril de 2020

SABROSO CONFINAMIENTO

Abrió su vida de par en par, aparcando obligaciones, horarios, estrés. Ahora deambulaba por su casa como en una colmena de puertas giratorias y, envuelta en su bata azul, buscaba a tientas la cafetera, las cerillas, el café molido. Un chorro negro y humeante transforma el silencio vespertino en una cascada rebelde y bulliciosa. Se deja acariciar por el vaho sagrado y sus gafas se inundan de una neblina pasajera. Un día igual a otro, era con lo que su butaca y su tostadora habían soñado desde que se les concediera la gracia de convertirse en objetos cotidianos. 

 

La mañana pasa entre posos de café y manchas de aceite sobre el marcapáginas del libro escogido y alguna que otra miga rebelde bajo el pijama. Tostada en mano, logra vencer la inercia frugal del primer capítulo con el ímpetu de aprovechar cada bendito minuto de un tiempo detenido y por primera vez a su merced. Un encierro deliciosamente impuesto, coronado por litros de café, tostadas crujientes, mermelada en la comisura de los labios y el escandaloso rugir del exprimidor asesinando a la vitamina C y acuchillando el silencio matutino con su estampida naranja, llamada a apuntalar el sistema inmunitario. Otro café, otra tostada, otro capítulo. 

 

Isabel María saborea los días, los unta con mantequilla y mermelada, los hornea, los deja reposar, los empapa con torreznos. Sabe que el día está ahí, que le guiña desde el calendario. Hoy recibió esa llamada de su jefe, estaba alterado, le pareció tan lejana, tan estridente. Le habló de clientes, de facturas, de ponerse al día. Colgó el teléfono y volvió a escabullirse en su cocina. Abrió y cerró puertas, hasta encontrar la levadura. Media hora más tarde, había preparado la mise en place de los roscos de huevo de la abuela, una receta para la que siempre tuvo excusas. 

 

Chopin fue el encargado de conducir sus idas y venidas a la masa, que crecía cruda y sigilosa, hasta coger la consistencia deseada. Preludio acunó el sueño de una nieve de harina y Nocturno irrumpió con una aromática y primaveral lluvia de raspaduras de limón. La masa esponjosa, el aceite caliente, una caricia de canela, un adagio de azúcar y unos acordes pasados por huevo batido fueron los encargados de dar forma a aquella tarde detenida, sabrosa, apetecible. ¡Bendito confinamiento!

 

lunes, 27 de abril de 2020

LA GALAXIA DE EVA

Contra todo pronóstico, seguía allí... Robándole latidos al tiempo, amotinado en una cáscara de nuez silenciosa. Los oídos le pitaban y las luces menguantes de Orión le arrancaban las últimas lágrimas. El boing espacial se había desintegrado con el propósito de no dejar pista alguna al azogue, la energía concomitante que había conseguido someter a la masa. Lloraba en medio de la oscuridad de un tiempo enlentecido hasta llegar a detenerse por completo, sabiendo que ni dios podía oír sus gritos. Desafiando al péndulo del destino, se negó a acatar la ley necesaria de los tiempos, enmudeciendo con la tormenta que precede al exterminio.

La noche oscura del alma no se apiada de niños perdidos y un terror ancestral se pasea por las galaxias del miedo. Billones de avatares toman la parte iluminada, sometiéndola al escrutinio implacable del mal. El poder de la sombra había agostado el planeta más fértil del universo y el holoceno planetario había succionado galaxias enteras de forma lenta pero implacable. El tiempo ya no era un aliado, sino un títere más de la maquinaria, de la antimateria, de la sinergia aglutinante que había transformado el majestuoso tapiz estelar en un holocausto delirante. Aquiles era la última posibilidad del cosmos, la célula perdida, el corazón que necesitaba la Galaxia Centinela, la más antigua y resistente del universo conocido. Su bondad superaba con mucho la velocidad de la luz y la voracidad de los agujeros de gusano.

Eva lo esperaba en algún lugar del tiempo y del espacio. Sus átomos se hallaban entrelazados y el vacío de los abismos tridimensionales no había borrado los surcos del alma ni la memoria residual de un pasado reptiliano, atávico y palpitante, creando un vínculo atemporal. Aquel día, apoyada en el alféizar, vio algo en el cielo que la hizo estremecerse de melancolía. Su niñez, el día de su comunión, la fiesta de graduación, aquel viaje a la India con sus compañeros de carrera… formaron una línea continua y supo que todas sus vidas pasadas no eran más que la antesala de la eternidad, que existía un alma igual a la suya, que alguien la esperaba más allá de las estrellas… Alguien que haría añicos las bases sólidas sobre las que había crecido hasta convertirse en una de las mujeres más poderosas del Universo.

En el silencio infinito se había colado una nota desconocida y deseaba oír su música. Trazó un plan de posibilidades, sabiendo que rompería las reglas del juego y que las consecuencias podrían ser inesperadas y catastróficas. Eva cerró la ventana de su dormitorio y se precipitó al armario en busca de aquel vestido de seda color púrpura y hombreras puntiagudas, para acudir a un acontecimiento decisivo, la Gran Cumbre Interestelar, en calidad de invitada de honor. Al entrar por el Arco de la Libertad, una de las joyas de la galaxia, sus pupilas violeta oscuro escanearon el estrado hasta detenerse en un tipo con traje militar, bigote y condecoraciones, entre las que destacaba una en forma de cruz, cuyos brazos doblados formaban un ángulo recto. Eva extrajo su automática del bolso y disparó sin dudar a su objetivo.

martes, 21 de abril de 2020

PARÁBOLA DE LA ABUELA MORIBUNDA Y SUS NIETOS

Nietos en plena confabulación para asaltar el cofre de la abuela y quedarse con la herencia

La abuela, que hasta hoy ha sido el sostén de la familia, ha caído gravemente enferma, pero cuenta con una caterva de nietos que aseguran quererla mucho. Quienes más presumen de abuela hacen ostentación de ello tatuándose “amor de abuela” en los bíceps o gritando a los cuatro vientos expresiones como “abuela no hay más que una”, “yo por mi abuela mato” o "¡viva la abuela, viva!". Son los mismos que vienen a verla una vez al año, pero que no rechazan la paguilla que ésta les da en el día de su cumpleaños, Navidad o en su onomástica. También son los que más dinero reciben por parte de la octogenaria, ya que llevan siempre ropa cara, coches fabulosos y porque, sin el más mínimo recato, aprovechan sus visitas para saquearla.

Luego están los otros nietos que están al cuidado de ella y pendientes de los detalles más sencillos pues, aunque ésta vive en una prestigiosa residencia, hay que estar siempre pendiente de su medicación, de que no le falte de nada y de que esté bien atendida. Ya que en esta suntuosa residencia no todos reciben un trato equitativo. Los que tienen mayor poder adquisitivo gozan de mejores habitaciones, de instalaciones exclusivas y de un número mayor de cuidadores pendientes de cualquier cosa que necesiten. 

El caso es que ahora la abuela se debate entre la vida y la muerte. Y sus nietos, en vez de estar unidos para cuidarla, han adoptado posturas antagónicas. Los que están pendientes de que no le falte nada han decidido, en esta situación tan crítica, llevársela a casa de uno de ellos y han establecido un orden de turnos para cuidarla, lavarla, darle de comer, sacarla a pasear, etc. Mientras tanto, los que dicen quererla muchísimo y están todo el día alardeando de abuela, lejos de colaborar en sus cuidados, resulta que no hacen más que criticar todo cuanto los otros hacen, deseando encontrar el más mínimo fallo para echarlo en cara y así tirar por tierra su labor, al tiempo que toman posiciones para, si se da la ocasión, saltar como gamos a los ahorros de la anciana, al cofre de las joyas y reclamar la parte de su herencia.

Pues bien, si tras ver el panorama político nacional, no has puesto nombre y apellido a los personajes de esta alegoría, te facilito la labor con el siguiente índice de correspondencias:

Abuela = España
Los nietos que presumen de abuela = PP, VOX y Ciudadanos
Los otros nietos = Gobierno de Coalición
Residencia = Unión Europea

Ahora vas y lo cascas…

domingo, 19 de abril de 2020

MICAELA LA GUAPA (CAPÍTULO II)

Dedico este relato a mi amiga Micaela hoy día de su cumpleaños.


Corre, corre, que pierdes el bus.
Decía para sí Micaela, dejando atrás el Bar Juanito y pasando como una flecha delante de Modas Princess y Burger Yeny. Los adoquines le devolvían el eco febril de sus pasos que la conducían a la parada de autobús de ‘La Sagrada’, apodo abreviado con el que solía referirse a su barriada, situada en el periférico barrio de Ciudad Jardín, una concurrida vecindad de gente de clase trabajadora en la que conviven varias generaciones. Las palmeras del paseo y el mercado de abastos habían visto crecer a una niña larguirucha, de piel morena y cabellera rizada. Cuarenta y tantas primaveras después, Micaela seguía formando parte de aquel paisaje urbano. La vida había pasado como un tren de alta velocidad, pero su alma de niña había permanecido intacta. 

Podríamos decir que, como cualquier mañana, se dirigía al autobús para ir al trabajo, de no ser porque ese día había un detalle que cambiaba de forma vertiginosa las cosas: por primera vez se veía obligada a llevar una mascarilla de esas que llevan los cirujanos. Pues desde hacía varias semanas, el mundo entero se debatía frente a una contagiosa pandemia vírica, a razón de la cual el Gobierno había aprobado estrictas medidas de confinamiento. Micaela, como trabajadora de la limpieza, debía seguir acudiendo a su puesto de trabajo, ya que se trataba de uno de esos oficios indispensables. 

En un par de semanas, ya se había acostumbrado a las calles vacías y a la distancia social que debía mantener con los demás tanto en el autobús como en su lugar de trabajo. De vez en cuando, un agente del orden le pedía el certificado de empresa que le acreditaba para salir del confinamiento. Acomodada en la parte final del autobús, su mirada y sus pensamientos iban alternativamente del paisaje vacío de su ciudad a los asientos desocupados, y una extraña lasitud le recorrió el cuerpo. A menudo se sorprendía evocando acontecimientos pasados, como aquella mañana en la que el olor a sardinas asadas de la vecina la transportó a la noche de San Juan. Tan mágica y tumultuosa, con ese olor a verano. Los bares del barrio servían pescaíto, era como llevar la playa a la barriada. Pero para el solsticio de verano todavía quedaban unos cuantos meses y ahora además estaban en medio de una pandemia sin precedentes. Sus compañeras del bus se hallaban confinadas y desde que se declarara el estado de alarma, el autobús se había llenado de desconocidos que tras sus mascarillas, balbuceaban cosas ininteligibles. 

En el Banco Central los empleados se habían vuelto quisquillosos y desconfiados hasta el punto de que algunos le habían impedido a Micaela acercarse a sus puestos. 
⏤Señorita, haga usted el favor. No es preciso que limpie mi mesa, ya me he traído yo un desinfectante. 
Como usted quiera. 
Contestaba resignada, pero herida en su autoestima.
⏤Qué sabrán estos de desinfección, cuando de siempre se han dejado la tapa subida y algunos ni se lavaban las manos después de manosear el dinero. Ahora resulta que saben más que una, que lleva combatiendo gérmenes desde que es una mocosa. Hay que joderse. 
Pensaba Micaela, al tiempo que intentaba encajarlo con la mejor de sus disposiciones. 

El banco se había visto obligado a reducir a la mitad su plantilla y la distancia social hacía que la sucursal se pareciese a un tablero de ajedrez al final de una funesta partida. Pero Micaela tenía tan asumido su oficio, que aunque cayese un rayo en medio del banco, buscaría la manera de mantener decente el suelo, las mesas y las papeleras, al tiempo que interceptaría la descarga con el palo de la fregona. 

Tenía Micaela una compañera de trabajo, Begoña, una mujer entrada en los sesenta, casada y madre de dos hijos ya emancipados. Ésta, al igual que ella, había dedicado su vida a la limpieza y al servicio doméstico, siendo en esta última etapa que se había consagrado en exclusiva a la empresa de limpieza. 
⏤Habrá que cotizar, que luego tenga una derecho a algo. 
Solía decir Begoña a sus amigas, a pesar de haber llegado a cobrar tres Euros la hora. La precariedad laboral era algo que tenían tan asumido, que ambas habían llegado a interiorizar el hecho mismo de que su trabajo era realmente inferior a muchos otros y que, por ejercerlo, no tenían mérito ninguno. Esta creencia venía reforzada por la actitud de los clientes, que con comentarios y gestos ora altivos ora displicentes, se encargaban de mantener siempre regado el amplio jardín que separaba ambos mundos: el del personal de la limpieza y el de ellos. 

⏤Niña, mira lo bien que he dejado los cristales y las persianas. Mi marido me dice que veo hasta lo traspuesto.
Decía Begoña a su compañera.
⏤Mira, que aquí puerca no hay ninguna, aquí somos todas apañadas.
Solía replicar Micaela, cuyo pundonor consideraba a la altura de cualquiera de sus compañeras, aunque ella se privara por pudor de gritarlo a los cuatro vientos. Tenían ambas una relación afable y respetuosa, de una honestidad sencilla y sin pretensiones. Tras diez años trabajando juntas, no había duda de que Begoña llevaba la voz cantante y que su compañera de faena acataba sin aspavientos sus disposiciones, así como su manera de distribuir el trabajo. Por otro lado, Micaela solía pasar por alto los fallos y desaciertos de su compañera porque algo en ella le decía que eso también formaba parte de su labor y porque Begoña cuando quería, era la mujer más encantadora del mundo. Nunca olvidará aquella mañana en la que apareció con una rosa roja y un cupón de los ciegos, con ocasión de su cumpleaños, la vez en que la invitó a churros por su santo o la vez en que casi se rompe el pie y fue ella misma la que se encargó de llamar a la ambulancia, acompañarla a urgencias e incluso tramitarle el papeleo de la empresa. Asimismo, Micaela también se vería obligada a invitarla a su boda, ocasión en la que, según sus propias palabras “se autoinvitó”. Ésta no dudó en escoger sus mejores galas para el evento, al que asistió con su marido Fermín. Y cuando Micaela caminaba hacia el altar, allí estaba ella, en primera fila, con dos lagrimones como peras en las mejillas y la cara descompuesta, como si de su propia hija se tratase. 

En una jornada frenética, Don Eduardo se peleaba con la aplicación, que iba demasiado lenta y Don Ramiro, el nuevo interventor, no llevaba muy bien tener que ocuparse de los asuntos de los compañeros del turno alterno, ahora confinados en sus casas. Micaela se disponía a vaciarle la papelera cuando éste, sentado en su silla de ruedas giratoria, se autopropulsó a cuatro metros de distancia.
⏤¿Podría hacer el favor de ponerse la mascarilla?
Espetó con ojos desorbitados a Micaela.
⏤Me va a disculpar, pero de vez en cuando me la tengo que retirar porque me ahogo.
⏤Sí, pero es una imprudencia. Todos la llevamos puesta, hay que ponérsela.
Micaela, por no discutir, procedió a subirse la mascarilla a la boca, pero Don Ramiro no se movió ni un ápice de donde estaba y éste optó por volverle la espalda para buscar unos papeles en el armarito. 
⏤Todos se la quitan cuando quieren y él también. Pero en fin… Esta gente se cree que llevar corbata les sitúa por encima de los demás. Míralo, pues no parece que se ha puesto hoy el traje de la boda. 
Estaba en estos pensamientos cuando suena el teléfono de Don Ramiro. Éste lo mira con aprensión y en el último pitido, lo coge.
⏤Banco Central. Ramiro Pérez, dígame.
Lo que sucedió a continuación resultó ser tan lamentable que Micaela, saltándose el protocolo de limpieza, las medidas de distanciamiento, su propio código deontológico profesional y sin que sirva de precedente, tuvo que intervenir y excederse en sus competencias.

Esta llamada no era la de un cliente importante, ni la de un gran inversor, se trataba del mismísimo Banco Central Europeo, una llamada que por protocolaria no dejaba de ser urgente y decisiva. Don Ramiro lo supo por el prefijo del teléfono y por el susodicho preámbulo a través del cual dos operadores distintos le pusieron en contacto directo con el ejecutivo a cargo del departamento en cuestión. Doña Alejandra, la única empleada que tenía buen nivel de inglés, no se encontraba en la oficina, pues pertenecía al turno alterno, ahora confinado.
Micaela, al ver el rostro descompuesto de Don Ramiro, fue poco a poco dejando de lado sus labores. 
⏤Diría que le están comunicando una noticia horrible. ¿Habrá fallecido alguien de su familia?  Ay, ¿qué le pasa? Pues no parece que está a punto de darle un parraque. 
Andaba Micaela en estas cavilaciones, cuando ve que Don Ramiro, un empleado del que hasta la fecha no había recibido ni el más mínimo ademán de saludo, deja caer el teléfono, derrumbándose sobre la mesa. 
⏤¿Está usted bien, Don Ramiro? ¿Qué le pasa?
Éste, tapándose la boca como para vomitar, se levantó de su asiento y se fue dando arcadas hacia el servicio. Micaela, en el fondo aliviada de verlo correr, se agachó para recoger el teléfono del suelo. Fue en ese instante que una voz al otro lado del hilo la reclamó, era femenina y hablaba en inglés. Micaela se dio cuenta enseguida porque se compraba libros de Richard Vaughan y estudiaba por su cuenta en sus ratos libres. Afición que combinaba con las lecturas de J.J. Benítez y Brian Weiss. La voz le era tan familiar que le recordó a los listening y a las canciones en inglés que ella misma aprendía y estaba harta de cantar. Con desparpajo y buena disposición, no le costó nada tomar los recados que una tal Christine Lagarde le daba en un inglés correcto y estándar. Can you spell your name, please? Would you like to leave a message? You’re welcome. Have a nice day... Eran las formulas que Micaela se sabía de memoria, mejor que su propio nombre y que brotaban de su garganta como si de una cascada de escupitajos se tratase, al tiempo que apuntaba el recado en un trozo de papel. 

Cuando Don Ramiro llegó del baño, venía con varios compañeros que, preocupados por su aspecto -llevaba el pelo chorreando- habían tenido a bien de acompañarlo de vuelta a su mesa. Al sentarse, vio un post-it sobre el teléfono. Cuando lo leyó, no daba crédito a lo que había pasado. Alguien había atendido la llamada, tomando las notas pertinentes. ¿Pero, quién?

Pasó el tiempo y Don Ramiro nunca encontró al compañero que aquella mañana habló nada más y nada menos que con la presidenta del Banco Central Europeo. Sólo sabía que, fuese quien fuese, le había hecho un favor inestimable, pues de no haberse atendido aquella llamada, quién sabe qué consecuencias económicas habría sufrido tanto la entidad bancaria como su país.

viernes, 17 de abril de 2020

TRIBUTO A LUIS EDUARDO AUTE


Miro el instante que ha fijado la fotografía… 

Así comienza una de mis canciones preferidas de Aute. Lo sé porque todavía, cuando la oigo, me invade una melancolía extraña, difícil de explicar. Porque nunca me canso de escucharla, porque siempre es como la primera vez y porque me eleva y conecta con mi propia historia. La época en la que hice mía esta letra es tan remota, que apenas conocía a la persona que multiplicaría por dos mi existencia. Aun así, aquellos personajes desdibujados que “abrazados van bailando por la vida”, esos “dos extraños que en el tiempo se han vuelto asesinos”, aquella “insolencia de latidos”… lograron inocularme el virus del inexorable paso del tiempo, el vértigo que nos produce la fotografía extraviada al fondo del cajón. Como si el primer beso se pudiese detener en un trozo de cuartilla 10X15. Hoy toca preguntarse si es verdad que “nada queda en ese trozo de papel”, si “todo es alquimia” o si “esos rostros ya no llevan nuestros nombres”. Pero lo que sí es seguro es que “queda la música”...

lunes, 13 de abril de 2020

EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Laura soñaba con días azules y tardes de sosiego, pero no sabía qué hacer con el libro que se desangraba entre sus manos, repleto de párrafos inconexos y páginas desordenadas, ni con sus personajes desgraciados, a la deriva… Esos personajes eran sus padres. A sus ocho años había aprendido a beberse los silencios y a comerse todos los marrones, a poner excusas a los profesores, tejer bufandas en verano, llevar playeras en invierno, esperar bajo la lluvia… Se quedó sin calcetines, luego sin abrigos, más tarde sin luz y sin teléfono... Ignorante de los pufos en la comunidad, iba y venía a la tienda de comestibles de Lola, que había apuntado su último bocadillo junto a una interrogación. Sus sueños tenían forma de María Dorada y sabor a Cola-Cao, como en ese anuncio de televisión en el que el cacao toma forma de pompitas. 

Un día se rompió el despertador, el único amigo leal. Éste emitía sus estridentes pitidos a la hora programada y permanecía impasible ante los portazos, las reacciones desmedidas, los silencios emponzoñados de vino barato o coñac… Laura no sabía qué hacer con su tiempo, llegaba tarde al colegio, nunca iba a las excursiones, se le pasaba la hora del almuerzo, se iba a la cama a las tantas de la noche… A sus ocho años era un alud de preguntas sin respuesta y una andanada de bostezos, de manchas y de mocos pidiendo auxilio. El tren de la vida iba demasiado deprisa, se alejaba a toda velocidad y ella se iba quedando pequeñita. A menudo se cruzaba con Mateo y Pablito, sus antiguos compañeros de Infantil, que la saludaban cordialmente desde sus escafandras abrochadas hasta la barbilla y las bufandas enroscadas hasta la nariz; le parecían Teletubis, quién fuera Teletubi, pensaba… Estos encuentros le recordaban el enorme desfase que se había producido desde que empezó a repetir curso, ahora ni siquiera sabía dónde estaban sus libros. Se pasaba gran parte del día en la habitación de los trastos, donde se llevaba sus objetos fetiche, una muñeca vestida de comunión, sus cromos, su estuche de lápices de colores y su manchada y manoseada libreta. Éste se había convertido en su refugio, el lugar donde tejía mil historias maravillosas en las que ella era la princesa en un salón con chimenea. Una estancia caldeada de miradas cómplices, sonoros besos en la mejilla y un fuego cuyo crepitar era un bálsamo para el alma. Se pasaba en la ventana la tarde entera hasta que pasaba Quique de cuarto con su traje de karate de la mano de su padre tirando de una maleta con ruedas. Esto quería decir que ya era hora de cenar e iba a la cocina a buscar su bandeja que llenaba de lo que veía en la nevera y se iba al salón a poner la tele.

Laura odiaba los inviernos porque las chimeneas de su ciudad le recordaban lo fría que era su casa y lo cálidos que eran los demás hogares. En cambio se hizo amiga de las tempestades y de los aguaceros. Se había reconciliado con el olor a lluvia y conocía muy bien la cadencia inmisericorde de las goteras del alma, un alma de niña que recibía los envites del viento de la misma forma que los besos de una abuela. Laura tenía un agujero en la tripa y una eterna pregunta en su garganta. La respuesta era esa antorcha encendida en alguna parte de la memoria, ese faro abandonado que se vislumbra en la niebla del recuerdo. 

Una tarde mientras jugaba en el parque, oyó sin querer una conversación de mayores un tanto inquietante. Esta vez no hablaban de su ropa ni de cómo tenía el pelo ni de lo sucios que llevaba los zapatos, sino de Mateo y de Pablito. De hecho su madre utilizó unas palabras muy extrañas para referirse a sus hijos y es que afirmó que eran "in vitro" y que habían venido al mundo por "inseminación artificial". A Laura no le extrañó en absoluto que fueran extraterrestres, pues eran tan parecidos que resultaba casi imposible distinguirlos y aquellas peculiares escafandras siempre le resultaron sospechosas. Sin embargo, aliviada por no ser ella el objeto de las críticas, no pudo evitar sentir desde ese día compasión por sus amiguitos los Teletubis, tan lejos de su verdadera familia y de su verdadero hogar... 

Fue desde entonces que se dedicó a cuidar de sus amiguitos, ya que le inspiraban gran compasión.  Sin darse cuenta había encontrado un pequeño peldaño sobre el que empezar a construirse poco a poco, siendo este sentimiento de empatía el precursor y el motor de una vida nueva donde la solidaridad comenzó a ganarle terreno a una vida errante y autocompasiva. Fue ayudando que empezó a ayudarse así misma, sanando, que empezó a sanar, amando que empezó a sentirse amada, querida, apreciada... y no solo por sus amiguitos Mateo y Pablito, sino por todos aquellos que, a su juicio, necesitaban también su ayuda. 

Los padres de Laura murieron por sobredosis, pero para entonces ella ya había alcanzado la mayoría de edad y retomado sus estudios. Hoy Laura es médico de familia y la fundadora de "El Ángel de la Guarda", una fundación destinada a la adopción y la acogida, participando activamente en proyectos y propuestas gubernamentales que promuevan y faciliten la adopción de niños y adolescentes en situaciones de orfandad, así como pertenecientes a familias en riesgo de exclusión social.

viernes, 10 de abril de 2020

EL CUERPO

Dedico estos poemas a mi marido Manuel.
La noche suspira en su oscuridad infinita
y un cuerpo se hace presente en su seno,
dormido nos abre de nuevo su herida
que late cautiva en un velo de hielo.

El cuerpo celeste que habita en los cielos
se ha hecho de carne, rumor y rocío
y el rostro que un día nos amó sin miedo
se mece en el lecho del vasto gentío.

La noche estrellada desnuda la forma
del hijo con pétreas volutas de nácar
y el cuerpo sin vida penetra en las sombras
e incendia la noche de albores de plata.

El cuerpo que arrastra a gritos su historia
nos habla de un tiempo lejano y perdido
en el que los hombres no tenían memoria
ni fe, ni camino, ni voz, ni destino. 

La noche expectante hoy cede su cielo
sempiterno y viejo a años de historia,
al cuerpo que muere y al cuerpo que habla
y al cuerpo que habita siempre en la memoria.

DESCENDIMIENTO 

Desciende la tarde y dobla la esquina
un templo de tules, espinas y zarza
se mece en la niebla de nuestra memoria,
sembrando algodones, espinos y escarcha.

Tras la alegoría de lino e incienso
solloza una madre de rostro de arena
y tras las tinieblas del hombre y el cuerpo
pende un cataclismo de siglos de cera.

Desciende la tarde y dobla la esquina
un baile de gasas y velos furtivos
que incendia el ocaso y acuna el aliento
en un escenario humano y divino.

La muerte y la vida se hacen presente
en cera, madera, romero y fervor,
hendida en la carne, la espada del hombre
y hendida en su alma, la palabra AMOR.

lunes, 6 de abril de 2020

EL CAMBIO


Hay algo sigilosamente hermoso 
en las calles vacías, los negocios cerrados, 
los parques sin niños, las avenidas trémulas.
Una voz de niña acaricia las aceras, 
ondea las cortinas, sacude las ventanas. 
Un quejido antiguo, telúrico, de madre,
una fuente lejana y una lira de hiedra
arrulla el recuerdo y se asoma a las terrazas.
Las palomas nos miran, conocen nuestros miedos
y dejan con sus alas mensajes en el viento,
esperando confiadas el día en que volemos 
como ellas, en bandada, por el azul eterno.
Un aplauso de lluvia hace estallar la tarde,
un barco de esperanza cruza nuestra consciencia
que reza en el idioma tardío de las aves
de una religión nueva que intuye la respuesta. 
Se sienta a nuestro lado, nos mira. 
Ponte cómoda. El viaje ya comienza. 




jueves, 2 de abril de 2020

PRIMPERAN, POR FAVOR!!!




Aunque suelo fijarme en lo bueno de las personas, no puedo evitar, en esta ocasión, hacer una crítica. Y es que ahora, más que nunca, pienso que es necesario denunciar actitudes que, como mínimo, considero fuera de lugar. Resulta que en esta situación tan excepcional y dramática que estamos viviendo a nivel global, todavía hay gente pensando en sus propios intereses y preocupada por “cuándo van a poder pedirse las vacaciones”. Acojonante. Si ya en circunstancias normales, es de un individualismo pueril y miserable estar constantemente criticando a tus compañeros de trabajo porque supuestamente tienen “más suerte que tú”, que lo hagan ahora en estas circunstancias es de una falta de consciencia preocupante.

Culpan siempre a terceros de sus equivocaciones y su falta de autocrítica les lleva a juzgar a los demás en exceso. Andan siempre metidos en el bucle de las envidias y se quejan por todo, pero sobre todo, de la suerte que tienen los demás y de la mala suerte que se supone tienen ellos. 

Los reconocerás por el uso desmesurado del adjetivo posesivo ‘mi’: mi cuadrante, mis vacaciones, mis asuntos propios, mi paga extraordinaria… Mi, mi, mi…  Y por expresiones perentorias y manidas en las que ‘el otro’ es siempre el motivo de su “desgracia”: hay gente a quien se lo ponen todo muy fácil, fulanita ha tenido mucha suerte, siempre se pide los mejores días, a mí siempre me toca lo peor, yo siempre tengo que ser la tonta, etc.

Antes de que se presentase esta fatal pandemia, ya me chirriaban este tipo de conversaciones tan fútiles, sobre todo viniendo de personas que tienen la suerte de tener un trabajo estable y unas condiciones laborales bastante aceptables. Pero oírlas ahora, en estos momentos en los que tenemos EL PAÍS ENTERO PARADO SIN SABER CUÁNDO VAMOS A COBRAR UN PUTO DURO O SI PODREMOS RECUPERAR NUESTROS PRECARIOS TRABAJOS, me hacen ir directamente a por el Primperan, qué queréis que os diga. 

Luego son los primeros en exigirle al Gobierno, pero no para los demás, sino para ellos, oiga. Son los mismos que nos sueltan falacias manidas como: tengo que dar de comer a mi familia, juegan con el pan de mis hijos…  Cuando lo que en realidad les preocupa es si este año los podrán llevar a Disneyland o embarcarse en un pedazo de crucero. 

En fin, indecente y de una falta de conciencia brutal.

Me estoy quedando sin Primperan, espero que haya en la farmacia de mi calle...

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...