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domingo, 28 de abril de 2019
EL VOTO
sábado, 27 de abril de 2019
¿PERIODISMO RESPONSABLE?
jueves, 25 de abril de 2019
CURRÍCULUM VACÍO
II
acoge la desventura
con un máster en arrogancia
con posición y cartera
y esa temprana carrera
en ponderarse a sí mismo
en desdén e intolerancia
como si fuese un guión.
En negrita, a doble espacio,
y un proyecto indescifrable
rehuidor de los pobres
y honorable candidato
a Presidente de Gobierno.
***
viernes, 19 de abril de 2019
MICAELA, LA GUAPA
Micaela limpiaba el Banco Central y su abultada experiencia no había mermado el pundonor que ponía en su trabajo. A sus cuarenta y tantos años no pensaba en los tres Euros la hora que le pagaba su empresa de limpieza, ni en que la mayoría de la plantilla del banco le pisaba sin conmiseración lo fregado, a la hora de echar un cuarto o media hora de más, sabiendo que no se lo pagarían y que no iba a constar en ninguna parte. Pero le gustaba tanto el trabajo bien hecho, que no salir a su hora se había convertido en una costumbre. Cuando salía por la puerta dejaba tras de sí una nube de amoníaco y desinfección que duraba hasta que cualquiera de los empleados decidía echar un cigarrillo y entraba apestando a humo y nicotina.
Micaela por su parte, no había fumado en su vida y su marido y su casa eran ese paraíso perdido en el que curaba sus heridas de guerra. Un sillón modulable y la telenovela de turno amortiguaban los golpes del oficio, los tropiezos, los dolores de espalda, su sempiterna lumbalgia y la persistente tendinitis, que conocía cada rincón de su cuerpo. Sus manos, ásperas y curtidas, acusaban la predilección que tenía por la lejía, un producto que en sus manos se convertía en un arma poderosa, que utilizaba para esterilizar letrinas, papeleras, rincones mugrientos y sin saberlo, contra las inmundicias y las cloacas del mundo de quienes ejercían sobre ella un aire de superioridad y de indisimulada suficiencia, dejando patente que el cielo y el infierno pueden estar separados por un cubo con fregona o por un ordenador repleto de cifras.
Parece que fue ayer que limpiaba la academia del barrio con su madre. Los pupitres, la mesa del profesor, la pizarra, las papeleras… También le ayudaba con la limpieza del bloque, donde Ana gozaba de una reputación irreprochable. Luego vendrían los trabajos a domicilio, una vecina aquí y otra allá, que combinaba con trabajos esporádicos en establecimientos o bloques de edificios. Solían pagarle por horas, algo que se quedaba en mera teoría, pues era imposible hacer limpieza a fondo, ventanas, azulejos, cocina, la plancha y bajar la basura en tan poco tiempo. Lo que nunca subía era la cantidad de dinero acordada, ya que contrataban a una chica para limpiar, había que aprovechar y si no le daba tiempo a todo, era culpa suya. A sus dieciocho años Micaela ya estaba más que habituada a baldear las indecencias de la gente y a vérselas con las cochinadas y la dejadez humana. Miserias que no casaban con su espíritu, con su verdadera esencia.
Micaela devoraba libros de Brian Weiss, aprendía inglés en sus ratos libres y no faltaba a su cita con el gym, como ella lo llamaba, pues era una apasionada del aerobic. Los fines de semana salía a comer con su marido y a dar un paseo con sus hermanas por algún centro comercial. A la hora de salir, no lo hacía de cualquier manera, gustaba vestir ropa bonita y vistosa de colores llamativos, siendo el rojo y el negro sus preferidos. Un buen escote y un toque de brilli tampoco podían faltar en su atuendo, que completaba con unos bonitos pendientes de aro o de perlas. Su ritual era igual de pulcro y concienzudo que el que tenía a la hora de limpiar su casa o el banco. Se encerraba en el baño y salía resplandeciente, oliendo a flores, a champú, a suavizante… perfectamente maquillada y con los labios de un rojo carmín intenso, la marca de la casa.
Su espíritu juvenil permanecía tan intacto como su vestido de novia. Ni la muerte de sus padres, ni un aciago matrimonio, ni un tortuoso divorcio, ni llevar toda la vida en un trabajo extenuante que había hecho estragos en su salud y en su cuerpo, habían logrado apagar esa chispa de locura ni su ilusión por la vida. La adolescente y la niña seguían estando ahí, jugando en la calle que la vio crecer o quedando con sus amigas para “salir de marcha”, como ella decía. Porque “el tiempo de los tontos ya ha pasado”, era la frase lapidaria con la que Micaela lograba dar portazo a los malos momentos y decidía una vez más reinventarse.
Los Lunes a primera hora de la mañana solía cruzarse con Gregorio, un cliente del banco que no dejaba pasar más de dos días sin ir y se sentaba con el interventor a consultar el estado de su cuenta o a realizar algún tipo de transacción. A sus setentaitantos, lucía una importante alopecia que contrastaba con sus patillas que le llegaban casi hasta el cuello. Solía llevar una camisa negra de lunares y su carácter extrovertido y descarado despertaba las simpatías del personal.
Un día, sacudiendo el teclado de don Felipe, el subdirector, levantó la vista y vio a través del cristal a Gregorio haciendo unas cosas muy extrañas, éste caminaba dando saltos y levantando la pierna. Micaela, que estaba acostumbrada a ver de todo, no le dedicó más de medio segundo y siguió con su tarea, sobre todo porque era una de las pocas veces que don Felipe la dejaba acceder a su escritorio y tocar sus cosas.
En otra ocasión, al salir del cuarto donde guardaba los enseres, tropezó con Begoña la cajera más antigua de la sucursal, que llevaba la blusa medio desabrochada y la pintura de labios corrida como si se la hubiese intentado quitar con un trapo. Un collar de perlas colgaba de su mano derecha y algunas cuentas podían verse por el suelo. Micaela creyó que era su deber cogerlas y devolvérselas a su dueña, aunque para ello tuviera que pegar en la puerta de la oficina del director. El silencio por respuesta fue lo único que obtuvo, pero cuando estaba a punto de darse la vuelta, Begoña le abrió y con una sonrisa forzada tomó las perlas que Micaela había recolectado.
Otro día observó un hecho no menos extraño, vio a un guardameta hablando con el interventor. Sí, un portero de fútbol, o al menos fue lo que dedujo por su atuendo deportivo y sus guantes. Don Ignacio sacó un abultado sobre y se lo tendió con un leve temblequeo, levantando posteriormente ambas manos como hacen los porteros cuando van a parar un balón. Con lo escrupuloso que era en el vestir don Ignacio, ¡cómo descollaba allí sentado ese hombre que parecía haberse escapado de un campo de fútbol! Pensó Micaela al contemplar fugazmente la escena. Fue la misma mañana en la que se percató allí la policía y se pasó la mañana hablando con los distintos empleados, así como con el personal de mantenimiento.
Pero lo que peor llevaba Micaela eran las visitas del departamento de calidad de su empresa de limpieza. Y es que cada cierto tiempo aparecían un par de señores que le decían cómo tenía que fregar el suelo, qué productos tenía que usar, cuánta agua debía echarle al cubo o cuánto debía durar el tiempo de secado. Un protocolo que le parecía insufrible. ¿Qué sabrían estos dos de cómo se tenía que fregar un suelo si seguro no han cogido una fregona en su vida? Los Paracaidistas, como ella los llamaba para sí, debido al atuendo que llevaban, le entregaban un folleto detallado con el tipo de baldosa y el tratamiento específico, que iba desde la desinfección, la pulimentación o el autoabrillantado antiestático. Una teoría maravillosa de no ser porque en la práctica era imposible llevarla a cabo por falta de tiempo y porque el suelo era constantemente pisoteado por empleados y clientes. Tras la profusa explicación y la correspondiente firma de documentos, los Paracaidistas se dirigían a la cafetería de enfrente a reponer fuerzas, como ellos decían, con un buen café con churros, para luego seguir con su itinerario.
jueves, 11 de abril de 2019
PRIMAVERA ANTICIPADA
Los efluvios de abril acarician mis cortinas, Apolo hace mutis por el pasillo y mis sueños se funden con las trompetas cítricas de la tarde...
Colarme en la fiesta sensorial de la estación de Vivaldi, cuando ésta aún se resiste, es mi deseo, llegado el mes de marzo. Atracar una floristería, llenar la cocina de bulbos o colocar una despampanante orquídea caribeña en medio del salón, podría ser un buen comienzo. Pero este año, buscaré esas alas que un día compré, sin saber por qué, y me precipitaré al vacío de la mano de Apolo. Cuando me encuentren, mi alma y la suya habrán tomado la senda del crepúsculo. Lo que quede de nosotros no se parecerá a lo que fuimos y desde el paraíso, por medio de hechizos, lunas llenas y conjuros paganos, fingiré que soy Ikaro o aquel serafín alado que habita en la línea tenue del horizonte.
Reciclaré el invierno, dejaré la lluvia y el frío aparcados en el contenedor orgánico, abriré las ventanas para que salga el letargo y cubriré las paredes de mandalas. Llenaré el cubo de la fregona de agua límpida, a la que añadiré optimismo y un buen chorreón de valentía, y rociaré los rincones de incienso y sándalo, que infusionaré con los colores del viento. Me traeré el arcoíris más grande del bazar de la esquina, que subiré a rastras por las escaleras. Tendré que deshacerme de lo ampuloso, hacer un aquelarre con mis bufandas, quemar mi pijama de franela y las camisetas térmicas del Decatlón. Pondré una lavadora con mis miedos, echaré en la canasta de la ropa sucia los prejuicios, lavaré en la pila la ignorancia, pondré en remojo lo aprendido y colgaré en el tendedero cada una de mis experiencias. Me haré con lecturas etéreas, novelas de aventura, versos libres y poemillas volátiles de rima asonante. Cocinaré a fuego lento la caída de la tarde, deteniéndome en el ritmo acompasado de las sombras, que motean las montañas que veo desde mi ventana.
Tiraré todo lo que hasta ahora he considerado imprescindible, romperé mis agujas de punto y haré trizas ese paraguas rígido que he acarreado en el coche todo el año, que representa la arrogancia de lo superfluo y la monotonía de lo viejo. Renovaré mis frascos estivales y estaré en casa para cuando llegue el cartero con un sobre certificado de remitente desconocido. Aliexpress me traerá por fin, envuelta en pompitas transparentes, el arpa que vi en aquel catálogo. Arrastraré sillas, camas, armarios, aparadores… y abriré los grifos para que el manantial de la espera llene mis estancias con ecos del Nilo. Bajaré al trastero lo indiferente, lo acogedor, lo cómodo. Colgaré sueños de bambú en mi terraza y silencios en mis rincones preferidos. Mataré a los renos de Santa Claus, al Grinch, al infame fantasma de mi historia más reciente y renaceré como Afrodita, con la tormenta eléctrica de la tarde.
jueves, 4 de abril de 2019
PLANCHADO Y A ESCENA
EL DÍA DESPUÉS
Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...
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Cambiar el mundo es muy difícil porque el cambio ha de empezar por nosotros mismos. Basta que hagamos o dejemos de hacer lo que la mayoría d...
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Dedico este relato epistolar a Antonia Jiménez, mi madre. Hola, mamá: Hoy hace trece años que te fuiste. No nos despedi...