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jueves, 31 de diciembre de 2020

CERRADO POR VACACIONES

#unaNavidaddiferente


Don Ramiro estaba tan cansado, que no tenía fuerzas ni para aflojarse el nudo de la corbata. Acababa de cerrar el ejercicio anual in extremis y a pesar de los contratiempos, todo había salido a pedir de boca. En busca de una bocanada de aire, abrió la puerta de su oficina y contempló el vertiginoso pasillo por el que había deambulado mucho más que por el de su casa. "White Christmas" de Michael Bublé, sonaba por los pasillos a través del hilo musical que recorría el edificio y en el aire se respiraba la efervescencia de los viernes por la tarde. Algunos compañeros habían introducido tarjetas navideñas por debajo de las puertas, dejando un rastro de confetis y, en recepción, un resplandeciente pino con decoración monocolor era el encargado de dar la bienvenida a clientes y trabajadores. 

 

Santa Claus estaba a punto de atravesar el corredor sobre su trineo, cuando oyó la entrada de un último email. Sin pensárselo dos veces, don Ramiro apagó el ordenador, sabiendo que la próxima vez que lo encendiese, sería ya Año Nuevo. No era la primera vez que se veía asaltado por la vertiginosa sensación de dar carpetazo a doce meses de trabajo extenuante. Un año que había transcurrido como una trepidante carrera en la que su bólido había corrido con la gasolina justa, la pista mojada y sin repostar en boxes. En cuestión de horas, estaría rodeado de familiares, brindando con champán, intercambiando cumplidos y degustando el pato a la naranja de su suegra. 

 

Como cada 31 de Diciembre, a las 21:00 horas, el céntrico edificio Crimson apagará sus luces y la sede de una archiconocida firma internacional cerrará por vacaciones. En una de las oficinas, una luz quedará encendida y en los suburbios de Manhattan, una familia no tendrá cena de Navidad.

 

 

 

 

 

 

sábado, 26 de diciembre de 2020

WHITE CHRISTMAS

Cada año por Navidad, el frío invernal se cobra la vida de decenas de personas sin techo, solo en el estado de Nueva York #unaNavidaddiferente

Su latido seguía allí, sepultado por una espesa cota de nieve y un frío invisible, casi inhumano. La soledad del alma está hecha de invierno, de niebla en las costillas y pisotones, de sopas frías y estufas averiadas.

 

Don Isidoro había conseguido dar un giro a su vida, cambiando su apartamento de la Quinta Avenida por un improvisado pesebre de mantas mugrientas y rayos de luna a la entrada de una boca de metro. Su hogar era la noche, el firmamento urbano, un mapa de luciérnagas parpadeantes que le guiñaban el ojo cuando éste las contemplaba trémulo, agradecido. Los semáforos y las luces de neón dibujaban cataratas en su retina y las alcantarillas le dejaban ver, de vez en cuando, las arterias azules de una ciudad tomada por el frenesí del dinero, el vicio, la codicia. 

 

Por las aceras de la capital del mundo la desesperación pasea con traje sastre y bufanda Burberry. En las cornisas, un roedor llamado ganancia se frota las patas con avidez y tras las cristaleras de los restaurantes más exclusivos, las parejas brindan con champán adulterado, mientras en la calle, los fashionistas se agolpan en los escaparates para contemplar lo último en calzado para trepar muy alto y lo más trendy en abrigos para matar focas. 

 

Isidoro casi se muere de la alegría una mañana de Navidad. Vio el delirio en los rostros de la gente, justo antes de ser engullido por las felicitaciones, un reguero de champán y cientos de flashes, que inmortalizaron el momento para siempre. Aquellos números no tardarían en perforarle los pulmones y el alma.

 

Pero ahora estaba allí, bajo la nieve, sin nadie que le hablase del Dow Jones, ni le llenase la cabeza de ampliación de capitales, márgenes de explotación o fondos de inversión; cifras, predicciones, acciones o cotizaciones. Ahora, su Navidad era blanca como la de aquel villancico, límpida y brillante, como las estrellas del cielo. 

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

COLOQUIO DE LAS MESAS

—A la mesa y a misa, solo una vez se avisa.

—Ni que lo digas. ¡Cuánto han cambiado las cosas desde Don Antonio, el cura! 

—A mucha mesa, poco testamento. 

—Desde luego. ¡Qué época aquella, la de la posguerra! Una se acostumbra a todo. Ahora no hay respeto por nada ni por nadie. Se han perdido muchos valores. Qué tiempos aquellos en los que no hacía falta llamar a los niños para comer.

—Entre otras razones, porque no había comida. ¿Te acuerdas de aquella primera familia que tuvimos, los que mojaban todos en el mismo huevo? Eso sí, rezos nunca nos faltaron.

—Desde luego, si llegamos a ser mesas de eucaristía, no nos bendicen tanto. Sentarse a la mesa era sagrado, más que eso, un privilegio. Nosotras por lo menos, podemos decir que nunca nos faltó el pan, pero hay otras que no vieron una miga hasta bien entrados los setenta. 

—Y lo bien que nos vestían entonces. ¿Te acuerdas de aquellos manteles bordados a mano? Que le gustaba a Doña Úrsula una mesa bien puesta, las servilletas almidonadas, la cubertería de plata, un buen muletón.

—Ay, no me recuerdes el muletón, con lo que abrigaba y el apresto que daba al mantel. 

—Luego vino la moda de los hules, menuda atrocidad. Nunca practicidad y buen gusto han estado tan reñidas. ¡Qué despropósito!

—Calla, que luego vendrían los manteles de papel.

—Ay, que se lo digan a mi superficie, que la tengo llenita de muescas y arañazos, si parezco un pupitre de párvulos.

—Quién nos iba a decir que terminaríamos aquí, en una residencia estatal. 

—Pues mira, a mucha honra. Que peor es acabar en el rastro de los domingos, ahí a la intemperie, sobre sábanas mugrientas, compartiendo plantel con espantosos objetos usados de procedencia dudosa. 

—Qué le vamos a hacer. Si tuviéramos el rancio abolengo de los muebles victorianos, estaríamos en un museo, en un anticuario o en la casa de una marquesa. 

—¡Ay, qué bien me vendría una manilla de barniz!

—Barniz dices, eso es un lujo solo al alcance de muy pocas. Reza para que nos rasquen las costras y nos limpien de vez en cuando con Pronto jabonoso.

—Desde luego, cuando empezábamos a estar hartas de tanto multiuso, les dan por limpiarnos con lejía, por eso de la desinfección y el Covid. A bien que no nos dan fletes, ¡qué obsesión! 

—Pues reza para que no nos cambien por unas de Ikea. Sí, esas que tienen nombres rarísimos y un éxito increíble. Ya nadie quiere mesas como nosotras.

—Calla, niña. Que nosotras no somos antiguas, somos vintage. Cualquier día viene alguien, se encapricha de nosotras y nos llevan a restaurar.

—¡Ay, dios te oiga! Un lijado profesional, una buena capa de pintura de acabado natural, un buen decapado y una manita de cera o barniz ¡A vivir una segunda juventud se ha dicho!  

—Pues claro que sí, tú confía en mí, que no tengo una pata de tonta. Que mesas como nosotras ya no hay, y la que tuvo, retuvo. 

 

sábado, 12 de diciembre de 2020

SE LLAMABA RITA LEE

Conocí a Rita Lee una madrugada en el Lotchteins. Ella apuraba su último cigarrillo y yo le ofrecí mi pitillera, en un ademán de venderle mi alma. Allí estaban sus ojos azul cobalto, devorados por el humo y una mácula de ausencia, que amenazaba con incendiarlo todo. La lluvia silenciosa trazaba jeroglíficos en los cristales y las trompetas de los músicos disparaban rescoldos de cobre desde el desgastado escenario. Cada rincón de aquel antro apestaba a humo y Jack Daniels, devolviendo el eco martilleante del jazz más genuino, ese que amarillea los recuerdos y excava grutas en el alma. Mientras una raída cortina daba paso a bandejas cargadas con bebidas espirituosas, nosotros decidimos ocupar una de aquellas esquinas inmundas, donde las muescas de otros encuentros garabateaban torpes iniciales con navajas de bolsillo. Yo intentaba impresionarla, dibujando desfiladeros con el hielo de mi vaso y ella trataba de romperme el corazón con su rouge-à-lèvres perfecto sobre la comisura de mis labios. En algún lugar de mi psique revoloteaban mariposas negras, cuando su mano de niña retorcida se posó sobre mi rodilla y mis Martinelli se perdieron bajo el taburete de su risa. Cuando desperté, el antro neoyorquino se había transformado en un bar de churros tejeringos, había salido el sol y un mozo frotaba mi mesa con un spray multiusos. Con malos modales, me empujaron hasta la puerta y en la calle, un empleado de Limasa pasó su escoba sobre mis zapatos. Éstos ya no eran Martinelli. Se llamaba Rita Lee…

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...