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domingo, 14 de marzo de 2021

EL BANQUETE DE DON SEGISMUNDO



Llevaba don Segismundo doce horas de caminata y veinte kilómetros en el cuerpo. El día en que decidió aparcar sus Martinelli y dejarlo todo para emprender una ruta gastronómica al mismísimo corazón del río Duero, con el secreto anhelo de reencontrarse con sus raíces castellanas, no pensó que en su primera andadura terminaría desprendiéndose de sus botas todoterreno, las que se ponía los raros días libres que le dejaba su trabajo de director de ventas en una conocida empresa inmobiliaria. Pero la tenacidad de los guijarros y la humedad de las vaguadas y repechos de la Castilla profunda habían desgastado y taladrado sus suelas, hasta dejarlas como papel de fumar. 

 

Se encontraba en el tramo final de su primera jornada, y la posada donde había reservado pensión y fonda, a través de una conocida aplicación, se hallaba a tan solo un kilómetro, que deshizo con la avidez que da el hambre y la ligereza de unos pies desesperados. Muy cerca estaba el albergue, donde esperaba darse una ducha caliente, antes de dirigirse al restaurante y degustar los platos de la tierra.

 

Al llegar al umbral de la fonda, típicamente castellana, que daba a un patio central cubierto de hiedra y siemprevivas, un pungente aroma a cocina de leña lo hizo detenerse y entornar los ojos. De repente, tenía ocho años y espiaba a su abuela, que atizaba los rescoldos de una chimenea de piedra. Recordaba, como si fuese ayer, aquellos chisporroteos, la mano temblorosa de la anciana acunando aquel perol y unos huevos blancos como las cumbres del invierno, retozando y bruñéndose al contacto con el aceite. Era pura magia. Cincuenta años lo separaban de aquel recuerdo, que le hacía salivar desde algún rincón de su consciencia.

 

Cuando abrió los ojos, formidables bandejas plateadas, colmadas de huevos fritos con patatas, cruzaron por delante de él para posarse en las mesas de los hambrientos comensales. “Tripa vacía, corazón sin alegría”, pensó mientras se dejaba conducir por un camarero, que localizó su reserva en el ordenador. Al minuto siguiente, estaba sentado en una de aquellas mesas con manteles de lino y cubertería de alpaca, al lado de una crepitante chimenea, frente a una copa de Ribera del Duero y una humeante canasta de pan de pueblo, elaborado con masa madre. Los huevos fritos con pimientos del Padrón no tardaron en llegar. Éstos lo hicieron con ese secreto sigilo que tienen los reencuentros, las historias de hijos pródigos y las rutas de peregrinación. Aquello no era el Camino de Santiago, pero la aventura de recuperar una niñez perdida nada tenía que envidiar al noble propósito de encontrarse con el Apóstol. Aquel plato era el trasfondo de una infancia remota, en la que sus días tenían forma de hogaza y sus noches eran níveas como las gachas de su abuela. 

 

Vivir lejos de su tierra natal lo había alienado de sí mismo, de aquel aroma y de aquel disfrute. El detonante: un aciago diagnóstico médico que le pronosticaba un máximo de dos años de vida, con suerte. El desenlace: aquella aventura hecha de agua y piedra, de aire y monte. Aquella primera y extenuante caminata lo había conducido hasta la gloria. Ahora estaba frente a aquellos huevos. Se hallaba a punto de saborear aquel recuerdo que había permanecido al abrigo del tiempo, de las tardes grises de su ciudad, de las horas, días, años entre las cuatro paredes de una oficina, enganchado a una agenda tiranizante. 

 

Con tácita voracidad, hundió la punta del cuchillo en aquel enjambre meloso. El coulant ambarino no opuso resistencia y una lava anaranjada anegó el plato de loza, antes de ser atrapado por un codicioso cuscurro de pan de miga esponjosa. Una ristra de pimientos del Padrón eran la compañía perfecta, éstos parecían un batallón de regulares dispuestos en orden de combate. “Sí, señor”, parecían decir al unísono, al tiempo que Don Segismundo los ensartaba uno a uno para después introducírselos enteros en la boca, masticándolos con indisimulada tragonería, como había visto hacer a los críticos de cocina en un conocido programa de televisión.

 

Y cuando creía que aquel deleite llegaba a su fin, llegaron refuerzos o más bien, el broche de oro. ¿Cómo había podido olvidarse del postre? Peras al vino de la Ribera del Duero era la especialidad de la casa y don Segismundo no quería quedarse sin saber cómo sabía aquella receta familiar que dibujaba sobremesas de domingo y mesetas verde ocre en sus pupilas. Allí estaban, colándose por su pituitaria, con ese saber estar de los ingredientes que han nacido para complementarse, maridarse, fundirse. Aquellos senos, embadurnados en vino y caramelo, representaban la voluntad del hombre por crear con sus propias manos lo sublime, por superarse y conectar con la parte más excelsa y noble de la materia prima. Un fruto tan humilde como la pera “blanquilla”, coronando aquel plato con la apostura y la soberbia de la mejor versión de sí misma. El dameado contraste de la presentación y una suerte de hilos de oro negro, resultado de reducir la sangre de Cristo con el azúcar, terminaron de dar carácter divino a aquella composición.

Aunque servidas con tenedor y cuchillo, quería don Segismundo notar el peso de la breva en su mano. Ésta le temblequeó al asir uno de aquellos senos. Recreándose en su voluptuosidad, recordó la primera caricia de su madre, su primer beso, el primer llanto de su primogénito. Fue entonces que bendijo aquella poma de nieve bañada en vino y caramelo, con la solemnidad de las cosas sagradas y sencillas. Y justo cuando la melosa y arenosa carne del fruto se aplastó contra su paladar, don Segismundo exhaló su último suspiro.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...