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sábado, 19 de septiembre de 2020

EL RELOJ DE SAMANTHA

 

Samantha no sabía que dentro de 24 horas se olvidaría de lo sucedido. Su repentina enfermedad volvía locos a los médicos. Con tan sólo 31 años, su agenda se había llenado de citas y notas inconexas, descuidos, lapsus, lagunas. Aquella mañana, frente al médico, una terrible palabra trocó en mármol la imagen en movimiento de su vida. Ésta iría acompañada de un adjetivo paralizador: “degenerativo”. Nadie está preparado para encajar este tipo de cosas, pero a veces la vida te proporciona la dosis justa de dolor y de placebo, y tiempo para desenterrar el hacha de la resignación. Samantha se acababa de sacar la carrera y estaba deseando encontrar un trabajo, ganar su propio sueldo, viajar e irse a vivir con Juan, el chico que desde hacía un año dibujaba una sonrisa de niña traviesa en su rostro. 

 

Pero la memoria, ese reloj silencioso que habita en alguna parte de nuestro cerebro y al que nos asimos en nuestro paso por la vida, le tenía preparada una emboscada. Hay relojes rebeldes, que se amotinan, que se rebelan, el de Samantha simplemente se batía en retirada, había dejado de oír el eco que nos devuelve lo vivido. Comenzó a coger el metro de forma compulsiva, a comprar artículos que no necesitaba, a tomarse más cafés de la cuenta, a visitar una y otra vez la misma exposición de pintura o de fotografía, a extasiarse frente a las mismas obras de arte y a hacerse las mismas preguntas. A veces se sorprendía a sí misma en lugares insólitos o sorprendentes, calles cuyos establecimientos, parques y plazas la hacían sentirse extranjera. Cada noche se iba a la cama con la impresión de haber vivido una gran cantidad de nuevas experiencias y de haber conocido personas y lugares diferentes. Hasta que llegó el día en que empezó a ver un punto negro en la frente de la gente, un punto que se hacía cada vez más grande y que le decía que algo no iba bien. Empezaron a darle pavor las personas que la trataban como si la conociesen de toda la vida.

 

El no retener las experiencias le hacía vivir cada minuto como el primero de su vida, lo que le confería una vitalidad infantil que la hacía conducirse de manera atolondrada. En su bolsillo siempre terminaba encontrando un trozo de papel doblado con unos datos, junto a un número de teléfono, y un muchacho solía acudir a su encuentro. Éste la abordaba nervioso y con cualquier excusa, trataba de ganarse su confianza. De vez en cuando, le contaba la historia de una chica que había conocido, la cual tenía una enfermedad extraña que le hacía olvidar cada día lo vivido. Pronto el mundo se le quedó demasiado grande y su familia no tuvo más remedio que buscarle un lugar para vivir donde estuviese vigilada y atendida las veinticuatro horas. Samantha, de vez en cuando se negaba a hacer lo que le decían, pero el olvido diario le hacía imposible albergar rencor o remordimiento. Las buenas experiencias tampoco se acumulaban, por lo que se veía condenada a vivir eternamente en el presente.

 

Hasta que una mañana, un prolongado beso la despertó. Al abrir los ojos, un hombre de rostro desconocido la miraba con ternura y la cara inundada de lágrimas. Samantha cerró sus ojos para siempre, entrando en un coma profundo. 

Juan nunca la podría olvidar.


EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...