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viernes, 22 de enero de 2021

EL MURO

Dolores siempre caminaba con la cabeza muy alta, a pesar de que sobre ella tenía un gigante que amenazaba con aplastarla. Una conocida fábrica del Parque Tecnológico era su lugar de trabajo. Su puesto, el de limpiadora. Contaba la compañía con una plantilla de más de quinientos trabajadores, dispuestos en estructura piramidal. En rango de responsabilidad, estaban los empleados de base, administrativos y operarios; y en las categorías superiores, estaban los jefes de zona y los directivos de planta. Dolores, a pesar de pertenecer al  escalafón básico, al igual que la mayoría de operarios, éstos no la consideraban de su misma categoría. Hecho que ella aceptaba con resignación y el ánimo de llevar un sueldo a casa.

 

Gustaba a Dolores coincidir con don Antonio, que ataviado con su bata blanca de inspector de planta, solía saludarla con cortesía, al tiempo que le preguntaba por la familia. Con los operarios de su mismo rango, la relación era de una cordialidad indiferente, con tintes de una altivez tácita y displicente. Hasta un ciego podía ver  el muro invisible que separaba ambos mundos. Acarrear una fregona y un cubo no era lo mismo que llevar un cúter, un soldador o aporrear el teclado de una computadora. 

 

Sus propios compañeros habían construido una barrera insalvable, un peldaño sobre el que auparse, erigirse y sentirse superiores. Menospreciar el trabajo de las mujeres de la limpieza, que se daban los mismos madrugones que ellos, que tenían por encima a los mismos jefes que ellos y realizaban un trabajo igual de digno, les otorgaba la facilidad consuetudinaria de sentir que tenían poder sobre ellas. No en vano, sus propias madres y abuelas habían estado al servicio de la casa, de la familia y de ellos mismos durante generaciones. Dolores y sus compañeras tenían tan asumido aquel desnivel y aquel desequilibrio de poder, que llegaron a convencerse de que su labor, en comparación con la del resto de empleados, era poco meritoria e incluso deshonrosa. "Estudia o terminarás limpiando escaleras como yo", era el consejo que salía siempre de su boca. Una realidad y una conformidad amarga, que Dolores vestía de humildad, buen humor y una disponibilidad a prueba de imbéciles y sabelotodo.

 

Al ser una veterana, recordaba como si fuese ayer el día en que ascendieron a don Federico, para los que lo conocían de antes, Perico a secas, como el ciclista. Quién iba a decir, con lo perdido que anduvo aquel primer año, que terminaría siendo la mano derecha del jefe de zona. Ahora llevaba una estilográfica Parker en el bolsillo de su bata y se permitía bromear con los operarios novatos. La edad y antigüedad de Dolores le permitía acordarse también del temido don Rafael, mucho tiempo antes de que éste entrase a formar parte de la fábrica. Vecino de su mismo pueblo, era el hijo de Paca, la frutera del mercadillo. De niño, su madre lo llevó a un médico de Granada porque no crecía lo suficiente y de adolescente, le dio por escaparse de casa. Al final, se quedó en el metro y medio. No quería estudiar y míralo dónde está. Pensaba Dolores, al verlo pasar con su flamante bata, el flequillo engominado y sus lustrosos Martinelli. 

 

Los años pasaron y mientras que muchos de sus compañeros hacían lo imposible por darse importancia, Dolores pasaba su vigorosa fregona por todos y cada uno de los rincones de la que consideraba su fábrica, con la secreta esperanza de que algún día sus hijos trabajasen al otro lado del muro.

 

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...