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lunes, 13 de abril de 2020

EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Laura soñaba con días azules y tardes de sosiego, pero no sabía qué hacer con el libro que se desangraba entre sus manos, repleto de párrafos inconexos y páginas desordenadas, ni con sus personajes desgraciados, a la deriva… Esos personajes eran sus padres. A sus ocho años había aprendido a beberse los silencios y a comerse todos los marrones, a poner excusas a los profesores, tejer bufandas en verano, llevar playeras en invierno, esperar bajo la lluvia… Se quedó sin calcetines, luego sin abrigos, más tarde sin luz y sin teléfono... Ignorante de los pufos en la comunidad, iba y venía a la tienda de comestibles de Lola, que había apuntado su último bocadillo junto a una interrogación. Sus sueños tenían forma de María Dorada y sabor a Cola-Cao, como en ese anuncio de televisión en el que el cacao toma forma de pompitas. 

Un día se rompió el despertador, el único amigo leal. Éste emitía sus estridentes pitidos a la hora programada y permanecía impasible ante los portazos, las reacciones desmedidas, los silencios emponzoñados de vino barato o coñac… Laura no sabía qué hacer con su tiempo, llegaba tarde al colegio, nunca iba a las excursiones, se le pasaba la hora del almuerzo, se iba a la cama a las tantas de la noche… A sus ocho años era un alud de preguntas sin respuesta y una andanada de bostezos, de manchas y de mocos pidiendo auxilio. El tren de la vida iba demasiado deprisa, se alejaba a toda velocidad y ella se iba quedando pequeñita. A menudo se cruzaba con Mateo y Pablito, sus antiguos compañeros de Infantil, que la saludaban cordialmente desde sus escafandras abrochadas hasta la barbilla y las bufandas enroscadas hasta la nariz; le parecían Teletubis, quién fuera Teletubi, pensaba… Estos encuentros le recordaban el enorme desfase que se había producido desde que empezó a repetir curso, ahora ni siquiera sabía dónde estaban sus libros. Se pasaba gran parte del día en la habitación de los trastos, donde se llevaba sus objetos fetiche, una muñeca vestida de comunión, sus cromos, su estuche de lápices de colores y su manchada y manoseada libreta. Éste se había convertido en su refugio, el lugar donde tejía mil historias maravillosas en las que ella era la princesa en un salón con chimenea. Una estancia caldeada de miradas cómplices, sonoros besos en la mejilla y un fuego cuyo crepitar era un bálsamo para el alma. Se pasaba en la ventana la tarde entera hasta que pasaba Quique de cuarto con su traje de karate de la mano de su padre tirando de una maleta con ruedas. Esto quería decir que ya era hora de cenar e iba a la cocina a buscar su bandeja que llenaba de lo que veía en la nevera y se iba al salón a poner la tele.

Laura odiaba los inviernos porque las chimeneas de su ciudad le recordaban lo fría que era su casa y lo cálidos que eran los demás hogares. En cambio se hizo amiga de las tempestades y de los aguaceros. Se había reconciliado con el olor a lluvia y conocía muy bien la cadencia inmisericorde de las goteras del alma, un alma de niña que recibía los envites del viento de la misma forma que los besos de una abuela. Laura tenía un agujero en la tripa y una eterna pregunta en su garganta. La respuesta era esa antorcha encendida en alguna parte de la memoria, ese faro abandonado que se vislumbra en la niebla del recuerdo. 

Una tarde mientras jugaba en el parque, oyó sin querer una conversación de mayores un tanto inquietante. Esta vez no hablaban de su ropa ni de cómo tenía el pelo ni de lo sucios que llevaba los zapatos, sino de Mateo y de Pablito. De hecho su madre utilizó unas palabras muy extrañas para referirse a sus hijos y es que afirmó que eran "in vitro" y que habían venido al mundo por "inseminación artificial". A Laura no le extrañó en absoluto que fueran extraterrestres, pues eran tan parecidos que resultaba casi imposible distinguirlos y aquellas peculiares escafandras siempre le resultaron sospechosas. Sin embargo, aliviada por no ser ella el objeto de las críticas, no pudo evitar sentir desde ese día compasión por sus amiguitos los Teletubis, tan lejos de su verdadera familia y de su verdadero hogar... 

Fue desde entonces que se dedicó a cuidar de sus amiguitos, ya que le inspiraban gran compasión.  Sin darse cuenta había encontrado un pequeño peldaño sobre el que empezar a construirse poco a poco, siendo este sentimiento de empatía el precursor y el motor de una vida nueva donde la solidaridad comenzó a ganarle terreno a una vida errante y autocompasiva. Fue ayudando que empezó a ayudarse así misma, sanando, que empezó a sanar, amando que empezó a sentirse amada, querida, apreciada... y no solo por sus amiguitos Mateo y Pablito, sino por todos aquellos que, a su juicio, necesitaban también su ayuda. 

Los padres de Laura murieron por sobredosis, pero para entonces ella ya había alcanzado la mayoría de edad y retomado sus estudios. Hoy Laura es médico de familia y la fundadora de "El Ángel de la Guarda", una fundación destinada a la adopción y la acogida, participando activamente en proyectos y propuestas gubernamentales que promuevan y faciliten la adopción de niños y adolescentes en situaciones de orfandad, así como pertenecientes a familias en riesgo de exclusión social.

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