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sábado, 28 de noviembre de 2020

EL CONSUELO DE DON FULGENCIO

El señor Fulgencio por fin volvía a casa, tras varias noches de hospital, a los pies de la cama de su esposa. El velatorio, la misa y el entierro lo habían dejado exhausto y caminaba quedo, cabizbajo, encogido. Tras soltar el abrigo y las llaves en la entrada de su casa, se dirigió al salón. Éste estaba en calma, tal y como lo había dejado Isabel el día en que hizo su maleta para ingresar en el hospital. 

Es curioso cómo los objetos amortiguan la ausencia de las personas con su carácter imperturbable y su tristeza estática. De repente, su mirada se escapa en dirección a la terraza, hacia donde se dirige por inercia. Al abrir la puerta, decenas de cordeles, con prendas variopintas, llenan sus pupilas de colores y formas ondeantes. Sábanas, enaguas, calcetines. Don Fulgencio atravesó el bosque de trapos con la mirada en un punto indefinido, transido por aquel vendaval de telas indolentes, hasta detenerse por completo ante un imponente sujetador con relleno, color nude. La satinada prenda, armada con alambres y corchetes, reinaba fastuosa en medio de aquel traperío vulgar y atroz. Leotardos descuajaringados, camisetas traspilladas, sábanas grisáceas y jerseys de cuello vuelto que, a merced del viento, le parecieron monigotes deformes. 

Pero don Fulgencio no tenía ojos más que para aquellos ceros imponentes, capaces de desafiar las leyes de la proporción, de peinar vientos, de interceptar tempestades. Su soledad era convexa, como aquellas ubres; hueca, como la desolación que lo anegaba todo. El viudo de Isabel buscó aquella oración que aprendió de niño y que ahora brotaba de sus labios, como de una acequia remota. Aquellos senos, de spandex y poliéster, eran la medida de todas las cosas, la vida eterna, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne. 

Arrodillado, entregado, vencido, entornó los ojos y dejó que sus dedos de lluvia dibujaran caminos por aquella redondez láctea, acogedora, perfecta. Que sus manos marchitas reptaran por la órbita de un sueño, robando la manzana dorada del paraíso. Como el que se arranca una careta, se quitó las gafas y hundió su marchito rostro en aquel soberbio sostén. Por fin pudo llorar a moco tendido.

domingo, 1 de noviembre de 2020

EL PERGAMINO ESCARLATA

Fuerte de la Concepción. Aldea del Obispo (Salamanca)

Debía llegar a la aldea antes del anochecer. Se lo había aconsejado aquel enigmático señor, el espontáneo compañero de viaje con el que acababa de compartir asiento de avión. Se habían intercambiado los teléfonos, pues había habido entre ellos buena vibra, como le gustaba decir a él. La vida le había enseñado a no creer en las casualidades y tenía la agenda llena de anotaciones, proverbios y mantras que cogía de aquí y de allá. Narcotizado por una copa de licor, se dejó acunar por el sueño, saboreando esta incipiente amistad, cuyo encuentro había tenido lugar entre nubes y turbulencias. 

La vida lo había puesto en aquel viaje de leyenda, como a él gustaba catalogarlo. Había algo providencial en que su tardío oficio de escritor le ofreciera la fascinante oportunidad de cruzar el país, para ir a parar a una aldea casi deshabitada de la provincia de Salamanca. En el fondo de su maleta, encuadernado en terciopelo rojo escarlata, se hallaba aquel manuscrito premiado, una historia maldita, magníficamente relatada, con un final dramático, diabólico, terrible. Un texto que le había abierto las puertas del tiempo aquella mañana, cuando de repente sonó el teléfono, hasta entonces sepultado por el polvo y el silencio. Era en ese mismo burgo medieval que tenía lugar la historia de su relato y al que debía acudir para recoger el premio literario.  

 

Cerró los ojos, tratando de imaginar su lugar de destino, una villa cuyo nombre era un remanso de piedra, sobriedad y silencio, preñado de leyendas. Aldea del Obispo era un municipio taladrado por la historia, cruzado por corceles y batallado y trabajado a partes iguales por caballeros andantes y labriegos, salpicado de caserones y ermitas de piedra, donde el clamor afilado del viento se enroca por recovecos y pilares. En esto estaba, meciendo su barba breve y cobriza, cuando recordó de nuevo la advertencia: “por lo que más quiera, amigo, procure llegar antes de que anochezca”. Había visto algo al fondo de aquella mirada, habría jurado que se escondía algo terrible, inconfesable. Dormía un monstruo ensangrentado en aquellas pupilas, una historia  de piedra yacía en el secreto temblor de aquellos ojos sabios. 

 

El taxi en el que viajaba era cómodo, disponía de calefacción centralizada y el taxista había sido atento, metiendo el equipaje en el maletero y abriéndole la puerta para que entrase. Una vez acomodado, parecía dispuesto a mantener una conversación amena y distendida. Qué más podía pedir. Pronto dejaron atrás el paisaje urbano y sus pupilas se llenaron de las huellas y los caminos de otro tiempo, de un silencio glauco, donde la planicie usurpa el corazón a zarzas y matorrales. Diciembre se apoderaba del paisaje, desnudando las ramas de los olmos y embarrando los caminos. Pronto percibió que el viento era el único habitante de aquellos parajes y que se adentraba en las mismas gargantas del invierno, en un paisaje impasible, implacable, aniquilado a fuerza de mañanas bajo cero y tardes de estío. 

 

Al pasar junto a una pequeña ermita, vio cómo los cristales se empañaban y el conductor callaba para siempre, como calla la lluvia cuando cesa, como calla la vida cuando ésta es reclamada por una sombra con guadaña. Sus preguntas se quedaron en el aire, arañando el vaho de las ventanas en un torpor siniestro, tan irrespirable como la neblina que tapizaba los cristales. Ya no sabía si el coche se hallaba o no detenido en medio de aquella nada. 


La vetusta ermita parecía guiarles a través de la niebla o más bien aspirarlos, deglutirlos. “Procure llegar antes de que anochezca”. Sintió una súbita punzada de abandono, de nostalgia por su compañero de vuelo. Añoraba su conversación sosegada, su talante sereno, aquel trayecto entre las nubes. Ahora se hallaba en los infiernos, su compañero de viaje ya no era aquel conductor solícito y elocuente, se había transmutado y no pertenecía a este mundo. El coche no hacía ruido, las ruedas ya no giraban, ahora flotaba y se abría paso como un navío entre las aguas oscuras de un bosque de bruma impenetrable. Buscó un cigarrillo, como postrero ademán de refugiarse en gestos rutinarios que le devolvieran algo de humanidad a lo que ya no era humano. Pero sus miembros, devorados por un torpor invisible, ya no obedecían las órdenes de su cerebro. La mano velluda y gigante del taxista, sobre la palanca de velocidades, era una hogaza siniestra, un animal, un licántropo salido de un sueño salvaje y montaraz. Quiso mirar la hora, pero la esfera de su reloj se había quedado en blanco, como si la hubiesen vaciado. “Procure que no se le haga de noche por el camino”. Aquel embajador de la muerte, aquel arcángel maldito llevaba siglos apostado, esperando aquel momento. Un desliz, un descuido. El mismísimo lucifer sin máscara, ni guantes, ni voz aterciopelada. Hosco, ladino, letal. Sus ojos estaban por todas partes, desorbitados, encendidos. Sus hombros eran colosales, deformes, grotescos. Sus fauces eran las de una bestia huraña y hambrienta. Había visto aquel camino en las esquinas de las callejuelas oscuras, en la parábola siniestra de aquella fábula, en el final perverso de aquel cuento de su infancia. 


Cae la noche en una deshabitada aldea de Salamanca. En el claustro de la ermita un nombre de varón prorrumpe como una maldición. Después, silencio. Tan solo el viento sin ojos, ni boca, ni cuerpo acude a la llamada, golpeando con furia los cristales. Desde entonces, dicen que el camino sinuoso de la ermita amanece asediado por una bruma nívea, impenetrable, y que un alarido sobrenatural hace palidecer los brezos y las jaras, celadores de un pergamino maldito, escrito con sangre, perdido en la niebla, que envilece a quien lo encuentra y convierte en alabastro a aquél que osa abrir sus páginas.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...