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sábado, 24 de octubre de 2020

ANÓNIMA

Cuando Alfonsina nació, la mancha ya estaba allí, sobre su frente. La matrona pensó que era la huella de la amantis religiosa. De contorno difuminado, tomaba la forma de una ameba, y otras, trataba desesperadamente de dibujar las garras de un ave que no es de este mundo. Su madre, al recibirla en brazos, emitió un quejido contenido, y a continuación, no dudó en acunar a su retoño, que parecía decirle al mundo “estoy aquí”. 
 

En el colegio, el ave desconocida tomaba la forma de serpiente al acecho del mínimo gesto que le confiriera identidad, presencia. La mancha crecía al mismo tiempo que su cuerpo, a lo ancho y a lo largo, dejando claro que había venido para conquistar hasta el último centímetro de su piel. De adolescente, Alfonsina ya sabía que su sino estaba condicionado por aquel angioma descomunal y grotesco y, por miedo al rechazo, desarrolló una conducta huraña y retraída. 

 

Hoy Alfonsina vive al final de una calle con su nombre y todas las ventanas de su apartamento dan al mar, donde acude cada día a calmar la sed de su angustia. Sobre la mesa camilla reposa una máquina de escribir, su única relación conocida. El chico de la editorial y su cuidadora son las únicas personas que han franqueado su puerta. Éstos aseguran que allí no vive nadie.

 

En cada librería hay un asiento libre en su honor, sus libros copan las estanterías de las bibliotecas de medio mundo y las olas del mar dejan cada día botellas de cristal con poemas en su nombre.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...