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domingo, 29 de septiembre de 2019

LAS BOTAS DE AGUA


Las botas de agua nunca me entraban y la vida se detenía en ese pequeño instante. Recuerdo la holgura y la suave frialdad de su interior, de goma, lamioso. Mi tobillo atascado y ese pánico engullido por la prisa y la sensación de que se me olvidaba algo. En realidad odiaba el colegio, ese deber gris al que mi cuerpo y mi mente se negaban con una terquedad dócil. Las mañanas pasadas por agua eran el aliado perfecto de un verdadero día de colegio. Las gotas chorreando por el chubasquero y el paraguas tenían la misma cadencia que la tiza sobre el verde oscuro de la pizarra, las virutas de goma agolpándose sobre mi mesa o el perturbador crujir de los pupitres y las sillas arañando el suelo de clase sin compasión. 
  La mayoría de niños esperan la hora del recreo con impaciencia; yo lo hacía con un secreto desasosiego. El patio era ese bosque inhóspito donde mi sombra trataba de hacerse invisible. Al sonar la estridente campana, mi respiración se quedaba en suspense al tiempo que mi cuerpo abandonaba la clase entre empellones y gritos. Mi yo invisible salía al patio con la quietud y la solemnidad de las almas perdidas, mientras que a mi alrededor giraba el mundo como un enjambre enloquecido. Mis pasos ingrávidos codiciaban las esquinas, los ángulos muertos, la complicidad de una mano amiga… Sentía la lluvia dentro de mí aunque hiciese un sol abrasador. Prefería las tediosas horas de clase a la soledad del recreo, y cuando sonaba de nuevo la sirena mis palpitaciones volvían a su otra cadencia. 
  De nuevo la pizarra borrosa y el ruido de mis tripas en el tenso silencio de las clases de la señorita Eulalia. Sus labios, de un carmín anaranjado, dibujaban una línea imperturbable y su frente despejada estaba surcada por una hilera de arrugas horizontales que manejaba a su merced, frunciendo a modo de castigo. Su pelo, muy corto y de un castaño impecable, completaban un look heriático que no variaba ni un sólo ápice a lo largo del año. Su afán por humillar a sus alumnos había convertido la clase de Historia en una especie de páramo de tortura. El suplicio tenía lugar de pie y frente a la pizarra, donde alumno y verdugo llevaban a cabo un acto ominoso en el que los silencios eran aún más desgarradores que la propia voz airada de Eulalia diciendo “A ver, ¿por qué no has estudiado?” Cuando me preguntan qué es la 'empatía', no puedo evitar evocar el sentimiento de compasión que sentíamos todos hacia el infeliz compañero  que había tenido la desgracia de ser designado por el dedo brujeril de Eulalia, tras recorrer con parsimonioso sadismo la funesta lista de nombres y apellidos.
Por si las botas de agua, la lluvia y el desgarrador sonido de la sirena fueran poco... mis tripas, que arañaban el aire como acto de rebeldía, y mi libreta, con los deberes a medio hacer, albergaban el temor y la esperanza de no oír mi nombre pronunciado por unos labios pintados de rojo.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...