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domingo, 24 de octubre de 2021

EL AJUAR DE EMILIANA


Aunque no lo pareciese, Emiliana era la viva imagen de la Dolorosa. Una fina espada atravesaba su cuerpo, de arriba abajo, desgajando sus órganos, causándole heridas invisibles y dando paso a hematomas que no dejan rastro. La sangre le brotaba a borbotones cada vez que veía a Antonio, su novio de juventud.

 

Emiliana se había construido una fortaleza a la medida de su secreto. Cada día acudía al mercado con su capazo de mimbre y esa punzada de piedra en la mirada. Serena, pedía la vez, contaba los céntimos del monedero, oteaba el género y acariciaba puerros y nabos con la languidez mortífera de los hábitos aprendidos. Una vez por semana, acudía a misa matinal y algunas mañanas, tomaba café con Manoli y Mari Carmen, que la ponían al día de los últimos cotilleos del pueblo, hablando animadamente del nuevo programa de Bertín en Canal Sur o de lo baratas y buenas que estaban las picotas de la frutería de la esquina.

 

De vuelta a casa, le esperaba la lavadora, dispuesta a centrifugar sus sueños y disolver las manchas difíciles, producidas por la inercia, la desidia o el descuido. Las tareas del hogar eran el antídoto perfecto, la forma de auto regalarse una vida segura, predecible y alejada de los altibajos febriles del enamoramiento. El amor con mayúsculas y sus puñales voraces ya no apuntaban al corazón. La facilidad de una vida cómoda había anestesiado a la adolescente que una vez se paseara desnuda por el sueño de una noche encendida y una arena cómplice y vibrante. La practicidad de la vida doméstica tomó el lugar que un día ocupara aquel delirio, aquella incertidumbre deliciosa, que un día la hizo caminar por el abismo de un volcán, el mismo que amenazara con engullirla y aniquilarla.

 

Clavada como una astilla, quedaba aquella tarde aciaga. Su mejor amiga le tomó la delantera y ni corta ni perezosa, se acercó a Antonio y lo invitó a dar un paseo, con la excusa de buscar coquinas en las rocas. Un descuido imperdonable, una escaramuza que la arrojó a un abismo de silencio e hizo estallar el volcán, cuya lava sepultaría su corazón para siempre.

 

Con ayuda de un bastón, Emiliana sube las angostas escaleras que conducen a la habitación de los trastos, con intención de poner orden en la buhardilla del recuerdo. Sigilosa, se detiene en cada peldaño para recuperar el aliento y un tenue olor a sal la invade al llegar a la estancia. Al sentarse ante el viejo baúl, comprueba que había olvidado cerrarlo con llave. Fue abrirlo y allí estaban: la cajita de hilos, las sábanas del Burrito Blanco, los manteles bordados a punto de cruz. Cudeca vendría a primera hora y debía tenerlo todo listo. Al desocupar los enseres, atisba, al fondo del todo, un frasquito de cristal, éste contiene arena de playa. En su interior, doblado con ahínco, un trozo de papel se abre entre sus manos como una camelia. No es más que un intento de poema, una erupción en forma de octosílabos. Emiliana acaricia las runas de lápiz que un día manaron de aquel volcán y las mismas manos que hace un rato pelaban patatas y tendían la ropa, arden de amor al perderse por la caligrafía. 


A la mañana siguiente, nadie acudió a abrir la puerta, por más que la  aporrearon, la ropa tendida no fue recogida y un buen puñado de patatas se echaron a perder sobre la encimera de la cocina.


 

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...