El día que no fui a clase, se armó la marimorena,
me tocó fregar los platos; después, preparar la cena.
Aquel día en que falté, decidí no creer en mí,
amparándome en “amigas” que apoyaban mi desliz.
El día que no fui a clase, puse la tele muy alta,
me di una ducha muy fría y dormí sin poner la alarma.
Aquel día en que falté, estrenaban una serie que no me quería perder:
la vida de otra persona, el sueño de otra mujer.
El día que no fui a clase, alguien decidió por mí
lo que tenía que comer, cómo tenía que vestir…
Aquel día en que falté, cambié mi primer trabajo
por uno de 12 horas seguidas y sin descanso.
El día que no fui a clase, me endosaron los cuidados,
primero vino el abuelo, el suegro, el tío Genaro…
Aquel día en que falté, empecé a estar mal pagada
y a desear la propina de quien de mí se apiadaba.
El día que no fui a clase, perdí sin saber el tren,
ese que tanto corría:
el tren de la libertad y el de la sabiduría.
Aquel día en que falté, aprendí a chapurrear,
a mentir en el currículum y a decir “je ne sais pas”.
El día que no fui a clase, alguien me pagó la cena,
me pidieron matrimonio y me preñé a la primera.
Aquel día en que falté, las páginas de mis libros se mancharon de azafrán,
más tarde, de lamparones de papilla y de Prozac.
El día que no fui a clase, aprendí a desaprender
lo que pude haber sabido y jamás nunca sabré.
Aquel día en que falté,
empecé a sentir envidia de mis otros compañeros;
puede que ellos consigan llegar donde yo no puedo.