Vistas de página en total

viernes, 11 de octubre de 2019

AISHA

Aún son pocas las que despiertan, las flores que consiguen abrirse, las estrellas que deciden brillar con luz propia...

De repente no sabía cómo había llegado hasta allí. Descubrió su rostro, guardó despreocupada el pañuelo y recitó para sí aquella oración que le enseñaron de pequeña. Ahora ya no importaba que las miradas perforasen su vestido de seda, que su rostro formase parte del paisaje, que sus pies centellearan bajo el sol al son de un repiqueteo volátil... La vida la había puesto frente al precipicio de la soledad del que cruza la línea sagrada de la tradición y sus ansias de plenitud la empujaban hacia el mismo límite de sus sueños. Su voz interior se había vuelto apacible, cómplice, tranquilizadora… y el camino se desdibujaba, fundiéndose con las lejanas montañas de arena y el rojo de un atardecer cálido, matriarcal, envolvente... Sus ojos se posaron en la bruma sutil del polvo en suspensión y una serenidad extraña la invadió en el decisivo momento de cruzar la frontera que separaba ambos mundos, ambas vidas...

Aisha había descubierto el secreto, ese del que nadie habla por acuerdo tácito, esa verdad que nos habita y nos hace libres e iguales para siempre, que nos reconcilia con el universo, con nuestras emociones, con nuestros miedos, con la aventura de vivir. La verdad la había pillado por sorpresa una mañana camino del molino, una rutina que pasaba por salir de casa al despuntar el alba y hacer cola para conseguir la mejor harina recién molida para, de vuelta a casa, preparar la masa madre de toda la semana y el pan, que debía estar presto sobre el mantel, aún caliente, para cuando su familia se levantase. Un nivel de autoexigencia que, como tantas cosas, había heredado de su madre, abuelas y tías. Aquella mañana era tan temprano, que la calle era aún un bosque de sombras y las montañas, enormes ogros que barrenaban el horizonte. Sus pobres pies tomaron la decisión por ella y decidieron adelantarse, cediendo torpemente ante una pendiente terriza y una enorme piedra rodada precipitó su caída, arrojándola por un precipicio veinte metros al vacío. 

Es curiosa la forma que tiene la vida de sacudirnos y de zarandearnos. Y aún más curiosa la forma terca en que nos encerramos una y otra vez en nuestras propias ideas y prejuicios, que en realidad no son ni propias ni nuestros. 

Aisha se negaba a aceptar este lance del destino que pasaba por guardar cama y hacer reposo absoluto tras someterse a varias operaciones por fractura. Pero fue durante ese período de postración en el que su rutina se vio bruscamente interrumpida, que una parte de ella comenzó a despertar, a percibir que había más vida dentro de la vida, al tiempo que se veía privada de una larga lista de obligaciones, usanzas y costumbres. Un interminable periplo de faenas domésticas cuya premura no le dejaba tiempo para pensar en otra cosa y que la hacía vivir doblegada con su afán y cuidado puesto exclusivamente en los demás. 

El prolongado período de convalecencia y rehabilitación la obligaron a dedicar tiempo a sí misma aunque hacer cosas por y para ella no estuviese en su cuaderno de vida. Las largas jornadas de reposo la empujaron a la lectura y al cine, un mundo hasta entonces desconocido e hipnótico que la llevó a vislumbrar estilos de vida que de repente le parecieron más cercanos y realizables.

Todos los días nos cruzamos con ella. Su rostro prácticamente oculto por el hiyab, el chador o el burka, su mirada infatigable, cargada con bolsas de la compra, llevando un niño en brazos, empujando un carrito de bebé atestado de bártulos… Aún son pocas las que despiertan, las flores que consiguen abrirse, las estrellas que deciden brillar con luz propia. ¿Quién ha dicho que sea fácil, apropiado o correcto?

Hoy Aisha se pasea deslumbrante por las alfombras rojas de los más importantes festivales de cine, es una exitosa directora, escribe novela, ensayo y poesía e inspira a millones de mujeres que como ella, nunca pensaron que el mundo también estaba hecho para NOSOTRAS.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...