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jueves, 26 de agosto de 2021

LA RISA DE DON DALMIRO



Nadie pensó que Don Dalmiro terminaría muriéndose de la risa. Se había pasado la vida refunfuñando, despotricando, metiendo cizaña, azuzando a unos contra otros y quejándose absolutamente por todo. Era bien conocido su carácter agrio, su rictus contrariado, la palabra “ejem” siempre en su boca, el entrecejo fruncido, su mirada airada, sin contemplaciones. Tenía Don Dalmiro una facilidad pasmosa para aguar fiestas, sabotear armisticios, buscarle los tres pies al gato y ver la parte negativa de todas las cosas. Por no hablar de su obsesión por considerar al otro su enemigo y ver envidias y conspiraciones donde no las hay.

 

En la junta de vecinos, éste ocupaba siempre el mismo asiento, desde donde se encargaba de propagar, como la pólvora, el mal rollo y la crispación. Así, más pronto que tarde, Don Dalmiro explotaba y su dedo índice dibujaba puntos en el aire, como el que presiona un botón que no funciona. “Me niego”, solía prorrumpir, henchido de indignación. El presidente de la comunidad tenía en Don Dalmiro un hueso duro de roer y su impertinencia a menudo minaba los proyectos más innovadores y las iniciativas más valientes por parte de la junta de vecinos, como el de hacer una piscina en la azotea del bloque o plantar orquídeas en el rellano central del edificio. Durante la pandemia de la Covid, a nadie le extrañó que Don Dalmiro se negase a ponerse la mascarilla, encabezara caceroladas o decidiera unirse al movimiento negacionista, liderado por Miguel Bosé.

 

Era su pobre familia la gran damnificada, debido a su carácter belicoso. Ésta se hallaba dividida, peleados unos con otros y hacía años que no se reunían ni por Navidad. La última vez que lo hicieron, el ambiente se caldeó tanto, que terminaron llegando a las manos y tuvo que venir la Policía. Ésta, tras ver el percal, pensó que lo mejor era esposarlos y llevárselos a todos a comisaría, donde Don Dalmiro se dedicó a despotricar contra los agentes del orden al grito de "¡esto con Franco no pasaba!".

 

No era de extrañar que la cuerda se rompiese tarde o temprano por algún lado. Sucedió una tarde de primavera, con ocasión de la visita al barrio de una compañía de teatro que representaba su obra en plena calle, para animar así a los barrios a consumir cultura, sin comprometer la salud del vecindario. Don Dalmiro, que sentía un indisimulado desprecio por el género escénico y por quienes lo ejercen, que él calificaba de titiriteros y perroflautas, se vio obligado a presenciar la obra, ya que ésta tenía lugar justo en frente de su terraza, convirtiéndose, sin comerlo ni beberlo, en un improvisado espectador de honor.

 

La tragicomedia fue acogida con gran alborozo por la comunidad, que veía en este gesto la oportunidad de asistir a un espectáculo en vivo, cansados ya de tantas series de Netflix y de tanto confinamiento. Las risas y las escenas hilarantes se sucedieron una detrás de otra y el público se puso en pie en repetidas ocasiones, aplaudiendo los gags, anécdotas y chascarrillos con gran alegría y alborozo. Los personajes eran tan peculiares y los diálogos estaban tan bien hilados, que cuando acabó la obra, la gente se quedó con ganas de más. Como era de esperar, la ovación duró más de lo previsto y los actores tuvieron que prometer a los vecinos que volverían al año siguiente a representar otra obra nueva frente a sus balcones.

 

Pero a la mañana siguiente, el estupor se adueñó del barrio. Un perito, un médico forense y dos agentes se personaron en el apartamento de Don Dalmiro, que abandonó el edificio en una camilla, cubierto por una sábana blanca. Un repentino infarto de miocardio fue la causa oficial de su muerte, según los forenses. Sin embargo, hay vecinos que aseguran haber visto a Don Dalmiro desternillándose de la risa, hasta el punto de que se le veía la campanilla desde la calle.

 

viernes, 13 de agosto de 2021

GUSTO CON SARNA NO PICA

Crecí creyendo que debía vestirme de rosa y jugar con cocinitas y muñecas

 

Me enseñaron a coser, a bordar, a hacer punto, crochet, vainica. Labores muy meritorias con las que no podría ganarme la vida. Desde muy pequeña, me educaron para agradar y servir, instándome a ser prudente, discreta, dócil. Pero sobre todo, a ser útil en el hogar.


Era aún menor, cuando me matricularon en la Universidad de la limpieza, donde debía sacar la mejor nota en dejar las superficies brillantes, los quemadores relucientes y las camas sin la más mínima arruga. Mis asignaturas eran lavar, fregar y desinfectar. Al principio, hacer la colada se me resistió y en más de una ocasión me quedó para septiembre. Limpiar sobre limpio y adecentar lo que la suegra no ve, eran algunas de las consignas de esta rigurosa y nada prestigiosa Facultad, donde también me instaron a no esperar demasiado de mí misma y a no tener otras aspiraciones que el ganarme una impecable reputación: si decían que era muy 'apañada', significaba que estaba en el buen camino.


La carrera no fue nada fácil, pues cualquier tropiezo echaba por tierra mi fama de muchacha hacendosa, lo que suponía volver a la casilla inicial. Repetí muchas veces curso y fui sancionada y reprendida tantas veces como tiras tiene el mocho de mi fregona, ya que siempre había alguna estantería con polvo, un espejo empañado o un vaso mal enjuagado. "¡Que el estropajo no muerde!", me apremiaban cuando me veían desfallecer. 


No era propio de una muchacha como dios manda, hacer valer su opinión, eso sólo lo hacían las descaradas, las que naufragaban en el mar del desprecio, la deshonra y la vergüenza. A cambio, debía sentirme satisfecha por tener la casa limpia y recogida, vestir acorde con mi condición, dejarme fusilar por los piropos y encontrar novio en tiempo récord, no fuera a quedarme solterona o para vestir santos. 


Tras pasar por el altar, debía buscar un hijo en menos que canta un gallo (si lograba encargarlo durante la luna de miel, mejor que mejor), no se me fuese a pasar el arroz y luego me arrepintiese de no haberlo tenido. Además, como los niños son la alegría de una casa y dan tantas satisfacciones, no era cuestión de perderse todo ese alborozo. Pasada la cuarentena, debía ir a por la parejita, más que todo, para que el primogénito no se quedase solo. Luego, podría permitirme el lujo de ir a por el tercero, pues nunca se sabe, formando parte de la categoría 'familia numerosa', un sueño solo al alcance de unas cuantas afortunadas. Porque una propone, pero solo Dios dispone.


Recién casada, mis únicos desvelos consistían en recibir a mi marido a mesa puesta, la vajilla de mi suegra bien colocada y el mantel (bordado primorosamente con nuestras iniciales), bien planchado y sin una sola mancha. A continuación, me sentaba a esperar el veredicto de punto de sal, con las manos en el regazo. El pobre venía tan cansado del trabajo, que no tenía ni fuerzas para contestarme y se limitaba a balbucear entre mascullidos. Así que terminé volviéndome una experta en leer los movimientos de su mandíbula. Verlo engullir casi sin masticar, ratificaba mi trabajo bien hecho y el punto de sal perfecto. Salvo con la paella, era imposible hacerla como la de mi suegra. 


Mis desvelos se multiplicarían por mil conforme mis retoños fueron viniendo al mundo. Mi casa no volvió a estar tan limpia como antes y esperar el veredicto del punto de sal dejó de estar entre mis prioridades. Los niños crecieron a la velocidad del rayo, estudiaron idiomas, se sacaron una carrera, se emanciparon y encontraron un trabajo estable. Mientras que yo, a pesar de las noches sin dormir y de las interminables jornadas, de no saber lo que es una siesta ni unas vacaciones; a pesar de los desvelos, de las idas y venidas al pediatra, al logopeda, al dentista, los deberes, las academias, las actividades extraescolares… Tras renunciar a mis propias aspiraciones y haber desatendido mi vida conyugal, descuidado mi físico, tener celulitis hasta en las cejas y un cansancio acumulado que me ha acarreado insomnio, ansiedad y fatiga crónica. Todavía, me veo en el deber de decir que me siento realizada, que gusto con sarna no pica y que ser madre es lo mejor que me ha pasado en la vida.

EL DÍA DESPUÉS

Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...