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domingo, 19 de abril de 2020

MICAELA LA GUAPA (CAPÍTULO II)

Dedico este relato a mi amiga Micaela hoy día de su cumpleaños.


Corre, corre, que pierdes el bus.
Decía para sí Micaela, dejando atrás el Bar Juanito y pasando como una flecha delante de Modas Princess y Burger Yeny. Los adoquines le devolvían el eco febril de sus pasos que la conducían a la parada de autobús de ‘La Sagrada’, apodo abreviado con el que solía referirse a su barriada, situada en el periférico barrio de Ciudad Jardín, una concurrida vecindad de gente de clase trabajadora en la que conviven varias generaciones. Las palmeras del paseo y el mercado de abastos habían visto crecer a una niña larguirucha, de piel morena y cabellera rizada. Cuarenta y tantas primaveras después, Micaela seguía formando parte de aquel paisaje urbano. La vida había pasado como un tren de alta velocidad, pero su alma de niña había permanecido intacta. 

Podríamos decir que, como cualquier mañana, se dirigía al autobús para ir al trabajo, de no ser porque ese día había un detalle que cambiaba de forma vertiginosa las cosas: por primera vez se veía obligada a llevar una mascarilla de esas que llevan los cirujanos. Pues desde hacía varias semanas, el mundo entero se debatía frente a una contagiosa pandemia vírica, a razón de la cual el Gobierno había aprobado estrictas medidas de confinamiento. Micaela, como trabajadora de la limpieza, debía seguir acudiendo a su puesto de trabajo, ya que se trataba de uno de esos oficios indispensables. 

En un par de semanas, ya se había acostumbrado a las calles vacías y a la distancia social que debía mantener con los demás tanto en el autobús como en su lugar de trabajo. De vez en cuando, un agente del orden le pedía el certificado de empresa que le acreditaba para salir del confinamiento. Acomodada en la parte final del autobús, su mirada y sus pensamientos iban alternativamente del paisaje vacío de su ciudad a los asientos desocupados, y una extraña lasitud le recorrió el cuerpo. A menudo se sorprendía evocando acontecimientos pasados, como aquella mañana en la que el olor a sardinas asadas de la vecina la transportó a la noche de San Juan. Tan mágica y tumultuosa, con ese olor a verano. Los bares del barrio servían pescaíto, era como llevar la playa a la barriada. Pero para el solsticio de verano todavía quedaban unos cuantos meses y ahora además estaban en medio de una pandemia sin precedentes. Sus compañeras del bus se hallaban confinadas y desde que se declarara el estado de alarma, el autobús se había llenado de desconocidos que tras sus mascarillas, balbuceaban cosas ininteligibles. 

En el Banco Central los empleados se habían vuelto quisquillosos y desconfiados hasta el punto de que algunos le habían impedido a Micaela acercarse a sus puestos. 
⏤Señorita, haga usted el favor. No es preciso que limpie mi mesa, ya me he traído yo un desinfectante. 
Como usted quiera. 
Contestaba resignada, pero herida en su autoestima.
⏤Qué sabrán estos de desinfección, cuando de siempre se han dejado la tapa subida y algunos ni se lavaban las manos después de manosear el dinero. Ahora resulta que saben más que una, que lleva combatiendo gérmenes desde que es una mocosa. Hay que joderse. 
Pensaba Micaela, al tiempo que intentaba encajarlo con la mejor de sus disposiciones. 

El banco se había visto obligado a reducir a la mitad su plantilla y la distancia social hacía que la sucursal se pareciese a un tablero de ajedrez al final de una funesta partida. Pero Micaela tenía tan asumido su oficio, que aunque cayese un rayo en medio del banco, buscaría la manera de mantener decente el suelo, las mesas y las papeleras, al tiempo que interceptaría la descarga con el palo de la fregona. 

Tenía Micaela una compañera de trabajo, Begoña, una mujer entrada en los sesenta, casada y madre de dos hijos ya emancipados. Ésta, al igual que ella, había dedicado su vida a la limpieza y al servicio doméstico, siendo en esta última etapa que se había consagrado en exclusiva a la empresa de limpieza. 
⏤Habrá que cotizar, que luego tenga una derecho a algo. 
Solía decir Begoña a sus amigas, a pesar de haber llegado a cobrar tres Euros la hora. La precariedad laboral era algo que tenían tan asumido, que ambas habían llegado a interiorizar el hecho mismo de que su trabajo era realmente inferior a muchos otros y que, por ejercerlo, no tenían mérito ninguno. Esta creencia venía reforzada por la actitud de los clientes, que con comentarios y gestos ora altivos ora displicentes, se encargaban de mantener siempre regado el amplio jardín que separaba ambos mundos: el del personal de la limpieza y el de ellos. 

⏤Niña, mira lo bien que he dejado los cristales y las persianas. Mi marido me dice que veo hasta lo traspuesto.
Decía Begoña a su compañera.
⏤Mira, que aquí puerca no hay ninguna, aquí somos todas apañadas.
Solía replicar Micaela, cuyo pundonor consideraba a la altura de cualquiera de sus compañeras, aunque ella se privara por pudor de gritarlo a los cuatro vientos. Tenían ambas una relación afable y respetuosa, de una honestidad sencilla y sin pretensiones. Tras diez años trabajando juntas, no había duda de que Begoña llevaba la voz cantante y que su compañera de faena acataba sin aspavientos sus disposiciones, así como su manera de distribuir el trabajo. Por otro lado, Micaela solía pasar por alto los fallos y desaciertos de su compañera porque algo en ella le decía que eso también formaba parte de su labor y porque Begoña cuando quería, era la mujer más encantadora del mundo. Nunca olvidará aquella mañana en la que apareció con una rosa roja y un cupón de los ciegos, con ocasión de su cumpleaños, la vez en que la invitó a churros por su santo o la vez en que casi se rompe el pie y fue ella misma la que se encargó de llamar a la ambulancia, acompañarla a urgencias e incluso tramitarle el papeleo de la empresa. Asimismo, Micaela también se vería obligada a invitarla a su boda, ocasión en la que, según sus propias palabras “se autoinvitó”. Ésta no dudó en escoger sus mejores galas para el evento, al que asistió con su marido Fermín. Y cuando Micaela caminaba hacia el altar, allí estaba ella, en primera fila, con dos lagrimones como peras en las mejillas y la cara descompuesta, como si de su propia hija se tratase. 

En una jornada frenética, Don Eduardo se peleaba con la aplicación, que iba demasiado lenta y Don Ramiro, el nuevo interventor, no llevaba muy bien tener que ocuparse de los asuntos de los compañeros del turno alterno, ahora confinados en sus casas. Micaela se disponía a vaciarle la papelera cuando éste, sentado en su silla de ruedas giratoria, se autopropulsó a cuatro metros de distancia.
⏤¿Podría hacer el favor de ponerse la mascarilla?
Espetó con ojos desorbitados a Micaela.
⏤Me va a disculpar, pero de vez en cuando me la tengo que retirar porque me ahogo.
⏤Sí, pero es una imprudencia. Todos la llevamos puesta, hay que ponérsela.
Micaela, por no discutir, procedió a subirse la mascarilla a la boca, pero Don Ramiro no se movió ni un ápice de donde estaba y éste optó por volverle la espalda para buscar unos papeles en el armarito. 
⏤Todos se la quitan cuando quieren y él también. Pero en fin… Esta gente se cree que llevar corbata les sitúa por encima de los demás. Míralo, pues no parece que se ha puesto hoy el traje de la boda. 
Estaba en estos pensamientos cuando suena el teléfono de Don Ramiro. Éste lo mira con aprensión y en el último pitido, lo coge.
⏤Banco Central. Ramiro Pérez, dígame.
Lo que sucedió a continuación resultó ser tan lamentable que Micaela, saltándose el protocolo de limpieza, las medidas de distanciamiento, su propio código deontológico profesional y sin que sirva de precedente, tuvo que intervenir y excederse en sus competencias.

Esta llamada no era la de un cliente importante, ni la de un gran inversor, se trataba del mismísimo Banco Central Europeo, una llamada que por protocolaria no dejaba de ser urgente y decisiva. Don Ramiro lo supo por el prefijo del teléfono y por el susodicho preámbulo a través del cual dos operadores distintos le pusieron en contacto directo con el ejecutivo a cargo del departamento en cuestión. Doña Alejandra, la única empleada que tenía buen nivel de inglés, no se encontraba en la oficina, pues pertenecía al turno alterno, ahora confinado.
Micaela, al ver el rostro descompuesto de Don Ramiro, fue poco a poco dejando de lado sus labores. 
⏤Diría que le están comunicando una noticia horrible. ¿Habrá fallecido alguien de su familia?  Ay, ¿qué le pasa? Pues no parece que está a punto de darle un parraque. 
Andaba Micaela en estas cavilaciones, cuando ve que Don Ramiro, un empleado del que hasta la fecha no había recibido ni el más mínimo ademán de saludo, deja caer el teléfono, derrumbándose sobre la mesa. 
⏤¿Está usted bien, Don Ramiro? ¿Qué le pasa?
Éste, tapándose la boca como para vomitar, se levantó de su asiento y se fue dando arcadas hacia el servicio. Micaela, en el fondo aliviada de verlo correr, se agachó para recoger el teléfono del suelo. Fue en ese instante que una voz al otro lado del hilo la reclamó, era femenina y hablaba en inglés. Micaela se dio cuenta enseguida porque se compraba libros de Richard Vaughan y estudiaba por su cuenta en sus ratos libres. Afición que combinaba con las lecturas de J.J. Benítez y Brian Weiss. La voz le era tan familiar que le recordó a los listening y a las canciones en inglés que ella misma aprendía y estaba harta de cantar. Con desparpajo y buena disposición, no le costó nada tomar los recados que una tal Christine Lagarde le daba en un inglés correcto y estándar. Can you spell your name, please? Would you like to leave a message? You’re welcome. Have a nice day... Eran las formulas que Micaela se sabía de memoria, mejor que su propio nombre y que brotaban de su garganta como si de una cascada de escupitajos se tratase, al tiempo que apuntaba el recado en un trozo de papel. 

Cuando Don Ramiro llegó del baño, venía con varios compañeros que, preocupados por su aspecto -llevaba el pelo chorreando- habían tenido a bien de acompañarlo de vuelta a su mesa. Al sentarse, vio un post-it sobre el teléfono. Cuando lo leyó, no daba crédito a lo que había pasado. Alguien había atendido la llamada, tomando las notas pertinentes. ¿Pero, quién?

Pasó el tiempo y Don Ramiro nunca encontró al compañero que aquella mañana habló nada más y nada menos que con la presidenta del Banco Central Europeo. Sólo sabía que, fuese quien fuese, le había hecho un favor inestimable, pues de no haberse atendido aquella llamada, quién sabe qué consecuencias económicas habría sufrido tanto la entidad bancaria como su país.

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