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viernes, 19 de abril de 2019

MICAELA, LA GUAPA

Dedico este relato a mi amiga Miki en el día de su cumpleaños.


Micaela era rotunda como su nombre. Su melena azabache no pasaba desapercibida y junto con sus rasgos raciales, hacían de ella una llamarada de feminidad intensa y apetecible, cuyas pestañas te acariciaban el alma al tiempo que servían de marco a sus ojos oscuros y rasgados. Sus silencios olían a palomitas de maíz con caramelo y su voz, potente y ligeramente masculina, encendía el aire de feromonas, almizcle y peonías, su fragancia preferida.

Micaela limpiaba el Banco Central y su abultada experiencia no había mermado el pundonor que ponía en su trabajo. A sus cuarenta y tantos años no pensaba en los tres Euros la hora que le pagaba su empresa de limpieza, ni en que la mayoría de la plantilla del banco le pisaba sin conmiseración lo fregado, a la hora de echar un cuarto o media hora de más, sabiendo que no se lo pagarían y que no iba a constar en ninguna parte. Pero le gustaba tanto el trabajo bien hecho, que no salir a su hora se había convertido en una costumbre. Cuando salía por la puerta dejaba tras de sí una nube de amoníaco y desinfección que duraba hasta que cualquiera de los empleados decidía echar un cigarrillo y entraba apestando a humo y nicotina. 

Micaela por su parte, no había fumado en su vida y su marido y su casa eran ese paraíso perdido en el que curaba sus heridas de guerra. Un sillón modulable y la telenovela de turno amortiguaban los golpes del oficio, los tropiezos, los dolores de espalda, su sempiterna lumbalgia y la persistente tendinitis, que conocía cada rincón de su cuerpo. Sus manos, ásperas y curtidas, acusaban la predilección que tenía por la lejía, un producto que en sus manos se convertía en un arma poderosa, que utilizaba para esterilizar letrinas, papeleras, rincones mugrientos y sin saberlo, contra las inmundicias y las cloacas del mundo de quienes ejercían sobre ella un aire de superioridad y de indisimulada suficiencia, dejando patente que el cielo y el infierno pueden estar separados por un cubo con fregona o por un ordenador repleto de cifras.
   La paciencia era otra de sus armas y la más silenciosa. Su imagen en el espejo conspiraba con el Cristasol, recordándole cuál era su cometido, porque una vez sin huellas ni manchas, sería objeto de la vanidad de otros. Las esquinas, bendecidas por obra y gracia del amoníaco y un tenaz estropajo, volverían a acoger los murmullos y disimulos del mundo de oficina: conspiración sin microbios, escaquearse sin polvo sobre la mesa, trepar sin dejar huella… Micaela no podía evitar acordarse del antiguo anuncio de Super Ween cuando abordaba la enorme mesa de reuniones atiborrada de documentos, manchas pegajosas de café y susurraba para sus adentros “superleches”.

Seis de la mañana, aún noche cerrada, y Micaela ya estaba sentada en su autobús con su uniforme y una cinta en el pelo hablando animadamente con su compañera de asiento. Su parada es la siguiente y se despide deseando un buen día al grupo de mujeres que se encuentran en el asiento de al lado. Es bajarse y verse engullida por la oscuridad de una calle de mala reputación cerca de una de las arterias principales de la ciudad. Las sombras se ciernen a su paso y el aire se llena de rumores amenazantes. Una voz masculina la reclama al grito de “morena, ven”, pero Micaela sigue su camino lo más deprisa que puede y sin parpadear. Al pasar por el hueco de la persiana medio abierta del banco no puede evitar sentir un súbito alivio. Da lo buenos días sin saber si la oyen y se dirige al cuarto donde tiene el carro de limpieza y todos sus productos y enseres.

Parece que fue ayer que limpiaba la academia del barrio con su madre. Los pupitres, la mesa del profesor, la pizarra, las papeleras… También le ayudaba con la limpieza del bloque, donde Ana gozaba de una reputación irreprochable. Luego vendrían los trabajos a domicilio, una vecina aquí y otra allá, que combinaba con trabajos esporádicos en establecimientos o bloques de edificios. Solían pagarle por horas, algo que se quedaba en mera teoría, pues era imposible hacer limpieza a fondo, ventanas, azulejos, cocina, la plancha y bajar la basura en tan poco tiempo. Lo que nunca subía era la cantidad de dinero acordada, ya que contrataban a una chica para limpiar, había que aprovechar y si no le daba tiempo a todo, era culpa suya. A sus dieciocho años Micaela ya estaba más que habituada a baldear las indecencias de la gente y a vérselas con las cochinadas y la dejadez humana. Miserias que no casaban con su espíritu, con su verdadera esencia.  

Micaela devoraba libros de Brian Weiss, aprendía inglés en sus ratos libres y no faltaba a su cita con el gym, como ella lo llamaba, pues era una apasionada del aerobic. Los fines de semana salía a comer con su marido y a dar un paseo con sus hermanas por algún centro comercial. A la hora de salir, no lo hacía de cualquier manera, gustaba vestir ropa bonita y vistosa de colores llamativos, siendo el rojo y el negro sus preferidos. Un buen escote y un toque de brilli tampoco podían faltar en su atuendo, que completaba con unos bonitos pendientes de aro o de perlas. Su ritual era igual de pulcro y concienzudo que el que tenía a la hora de limpiar su casa o el banco. Se encerraba en el baño y salía resplandeciente, oliendo a flores, a champú, a suavizante… perfectamente maquillada y con los labios de un rojo carmín intenso, la marca de la casa.
   
Su espíritu juvenil permanecía tan intacto como su vestido de novia. Ni la muerte de sus padres, ni un aciago matrimonio, ni un tortuoso divorcio, ni llevar toda la vida en un trabajo extenuante que había hecho estragos en su salud y en su cuerpo, habían logrado apagar esa chispa de locura ni su ilusión por la vida. La adolescente y la niña seguían estando ahí, jugando en la calle que la vio crecer o quedando con sus amigas para “salir de marcha”, como ella decía. Porque “el tiempo de los tontos ya ha pasado”, era la frase lapidaria con la que Micaela lograba dar portazo a los malos momentos y decidía una vez más reinventarse.

Los Lunes a primera hora de la mañana solía cruzarse con Gregorio, un cliente del banco que no dejaba pasar más de dos días sin ir y se sentaba con el interventor a consultar el estado de su cuenta o a realizar algún tipo de transacción. A sus setentaitantos, lucía una importante alopecia que contrastaba con sus patillas que le llegaban casi hasta el cuello. Solía llevar una camisa negra de lunares y su carácter extrovertido y descarado despertaba las simpatías del personal. 
—¿Dónde está la guapa? Le preguntaba a cualquiera de los empleados. Micaela pasaba siempre deprisa por su lado, empujando el carrito o acarreando el cubo de la fregona y le contestaba cordialmente.
—Buenos días, Gregorio. Estoy muy liada, no me puedo entretener.
No limpies tanto, por la gloria de mi madre! Si tú deberías estar en una vitrina para que todos te contemplasen. 
Esto último nunca llegaba a oídos de Micaela, que para entonces ya se había trasladado con sus enseres a la planta de arriba. Ésta lo tenía como un pobre viejo avaro y descarado, y no comprendía que sus comentarios hicieran tanta gracia a la gente.

Un día, sacudiendo el teclado de don Felipe, el subdirector, levantó la vista y vio a través del cristal a Gregorio haciendo unas cosas muy extrañas, éste caminaba dando saltos y levantando la pierna. Micaela, que estaba acostumbrada a ver de todo, no le dedicó más de medio segundo y siguió con su tarea, sobre todo porque era una de las pocas veces que don Felipe la dejaba acceder a su escritorio y tocar sus cosas. 

En otra ocasión, al salir del cuarto donde guardaba los enseres, tropezó con Begoña la cajera más antigua de la sucursal, que llevaba la blusa medio desabrochada y la pintura de labios corrida como si se la hubiese intentado quitar con un trapo. Un collar de perlas colgaba de su mano derecha y algunas cuentas podían verse por el suelo. Micaela creyó que era su deber cogerlas y devolvérselas a su dueña, aunque para ello tuviera que pegar en la puerta de la oficina del director. El silencio por respuesta fue lo único que obtuvo, pero cuando estaba a punto de darse la vuelta, Begoña le abrió y con una sonrisa forzada tomó las perlas que Micaela había recolectado. 
—Gracias, niña. Por cierto, ya que estás aquí, ¿te importaría vaciar la papelera de don Ignacio?
—Claro, démela que yo la tiro, la desinfecto y se la traigo limpia.
Micaela hizo ademán de saludar al director de la entidad, pero éste no levantó la vista de su escritorio, así que se fue con la papelera hasta arriba de clínex manchados de carmín.  

Otro día observó un hecho no menos extraño, vio a un guardameta hablando con el interventor. Sí, un portero de fútbol, o al menos fue lo que dedujo por su atuendo deportivo y sus guantes. Don Ignacio sacó un abultado sobre y se lo tendió con un leve temblequeo, levantando posteriormente ambas manos como hacen los porteros cuando van a parar un balón. Con lo escrupuloso que era en el vestir don Ignacio, ¡cómo descollaba allí sentado ese hombre que parecía haberse escapado de un campo de fútbol! Pensó Micaela al contemplar fugazmente la escena. Fue la misma mañana en la que se percató allí la policía y se pasó la mañana hablando con los distintos empleados, así como con el personal de mantenimiento.

Siempre que salía a dejar fuera las bolsas de basura coincidía con el asesor y dos de los comerciales o los Tres Mosqueteros, como ella los llamaba, que salían siempre juntos a echar un cigarro. Éstos tenían por costumbre charlar animadamente sobre asuntos que nada tenían que ver con sus respectivos trabajos. 
—¿Habéis visto cómo viene la Charo? No sé qué va a dejar para el marido. 
—Sí, aunque desde que tuvo el niño, ya no está tan buena como antes. Se está poniendo de buen año.
—Es lo que tiene la inactividad, seis meses se ha tirado de baja maternal la tía. Y encima se queja.
Micaela saludaba al vendedor de cupones y antes de irse le compraba el especial del Viernes, que guardaba en su cartera junto a la foto de Jesús Cautivo y una estampita de San Antonio. 
Que le pisaran continuamente lo fregado, tener que abrirse paso entre los empleados y hacer auténticos malabares para limpiar expositores y adecentar los puestos de trabajo era más llevadero con la Mega Radio, que escuchaba a través de un solo pinganillo. Esta emisora ponía sus temas preferidos del zumba y contaba con un espacio dedicado al esoterismo en el que la pitonisa Marisa echaba las cartas a los oyentes que llamaban al programa. 

Pero lo que peor llevaba Micaela eran las visitas del departamento de calidad de su empresa de limpieza. Y es que cada cierto tiempo aparecían un par de señores que le decían cómo tenía que fregar el suelo, qué productos tenía que usar, cuánta agua debía echarle al cubo o cuánto debía durar el tiempo de secado. Un protocolo que le parecía insufrible. ¿Qué sabrían estos dos de cómo se tenía que fregar un suelo si seguro no han cogido una fregona en su vida? Los Paracaidistas, como ella los llamaba para sí, debido al atuendo que llevaban, le entregaban un folleto detallado con el tipo de baldosa y el tratamiento específico, que iba desde la desinfección, la pulimentación o el autoabrillantado antiestático. Una teoría maravillosa de no ser porque en la práctica era imposible llevarla a cabo por falta de tiempo y porque el suelo era constantemente pisoteado por empleados y clientes. Tras la profusa explicación y la correspondiente firma de documentos, los Paracaidistas se dirigían a la cafetería de enfrente a reponer fuerzas, como ellos decían, con un buen café con churros, para luego seguir con su itinerario.

Llevaba dos semanas sin ver a Gregorio por la entidad cuando Micaela, al salir de reponer el papel higiénico y el jabón del baño, vio un lazo negro en uno de los cristales de la fachada. En ese momento, apareció Begoña y le dijo que el director la esperaba en su despacho. Micaela pensó casi en voz alta:
—Por fin voy a poderle limpiar la moqueta y el ordenador. ¡Ya era hora!
Al entrar, éste muy serio le dijo que tomara asiento. A Micaela eso ya le descuadró y se pensó lo peor. 
—No sé si está al tanto de la noticia.
—No, ¿qué ha pasado?
—Uno de nuestros clientes más antiguos, Gregorio, ha fallecido.
—Ah, imaginé que algo le pasaba. Oh, cuánto lo siento…
—No sé si sabe que no tenía hijos y que parte de su herencia la había destinado a asociaciones benéficas.
—No tenía ni idea, don Ignacio.
—Pues que sepa que a última hora cambió de idea y le ha puesto a usted como heredera universal de la totalidad de su patrimonio. Así consta y así se nos ha hecho llegar. ¿Sabía usted algo?
Micaela dejó caer la gamuza del polvo y sus labios describieron una “o” perfecta antes de contestar:
—No, mire usted. Yo no pienso aceptar dinero gratuito de nadie y máxime de un hombre que ni conozco, se lo agradezco de verdad, pero no. 
Acto seguido, se levantó y finiquitó el tema con un:
—Bueno, me voy que si no, no me cunde la mañana. 
Al cerrar la puerta tras de sí, se remangó los puños de la bata hasta los codos y dijo: 
—Que el tiempo de los tontos ya ha pasado.

4 comentarios:

  1. Aún estoy emocionada. Bravo, Susana. Qué suerte tenemos quienes gozamos del privilegio de haberte conocido y de poder reconocernos en las fantásticas historias que escribes. Touché!

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  2. Para no cambiarle ni una coma. Un relato convertido en retrato. Y no es ningún cuento lo que cuentas. Bonito, tierno, divertido y, sobre todo, bien escrito. Qué bien salen las cosas cuando se disfrutan. Enhorabuena Susana.

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