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lunes, 13 de enero de 2020

EL ESPEJO DE BERTA


Berta cerró el libro maldito, ése ilustrado con bikinis imposibles que conocía todos los rincones de su cuarto, los mismos donde tantas veces escondiera las chuches radioactivas, la bollería adulterada o las galletas con cachitos de metralla. El dios que habita en las cocinas dejó de velar sus pesadillas y sus vómitos, esos que huyen de la despensa los domingos por la noche. Se acabaron los días azules, las tardes de gachas y de cuchara, las manchas de requesón, la cara pegajosa, embadurnada de churretes y la abuela regañándole espumadera en mano. Robertito ofreciéndole su kinder bueno a cambio de un par de canicas y Laura, su mejor amiga, llevándola de la mano a esa pastelería donde los susos eran estupendos.

Su estómago se cerró y Berta aprendió a dar bocados vacíos aquel invierno en el que se apuntó a la piscina, luego sería la fiesta de fin de curso, después vendría el verano, los campamentos, la playa, la tiranía del bikini... Era tan fácil esconder el pan bajo la servilleta, tirar disimuladamente la merienda a la papelera, estar un buen rato con el mismo bocado en la boca... nadie se daba cuenta. Pero siempre había algo que no salía como debía, si no era el vestido, era la blusa, la cremallera, el color que no era el acertado o el hecho de que otra chica llevara el mismo modelo. No le gustaba lo que veía en el espejo. Se fue haciendo pequeñita, quedándose sin voz. Perdió su carácter, su genio. Su garganta era un páramo al final de la boca, una gruta yerma e insondable. El armario se le quedó grande y con él el mundo, el instituto, el equipo de balonmano, su prometedora carrera de veterinaria, la beca Erasmus, su soñado viaje a la India… La belleza no entiende de calorías vacías ni de grasas liposolubles. Berta dejó de ser ella para convertirse en la negación de su propio cuerpo. 

Un día, mirando por la ventana -algo que prefería mucho más que mirarse al espejo- vio a Paquita, una antigua amiga de su madre, salir del portal camino del taller de costura de Mercedes. Paquita caminaba como una auténtica reina, decidida y desafiante, con su caja de costura en ristre. A Berta le pareció una mujer fuerte y segura, justo lo que ella ya no era. Fue en ese instante que le llegó como un rayo la idea de apuntarse al taller. Y es que en la vida hay posibilidades que caen del cielo envueltas en un fastuoso papel de regalo con un enorme y cimbreante lazo rojo. 

Así fue como Berta descubrió la costura y el patronaje. En un bullicioso ambiente de mujeres de otra generación, la mayoría amas de casa, intrépidas y laboriosas, que la hacían sentir como una más, colmándola de piropos cada vez que se probaba un vestido hilvanado o se echaba por encima cualquier trozo de tela. Berta pronto se convirtió en la maniquí del taller, en la modelo perfecta de los trajes que sus compañeras hacían para sus hijas y nietas. Además, en la costura descubrió algo increíble: cuando se imaginaba un modelo, era capaz de reproducirlo con sus propias manos, proeza que llevaba a cabo con la inestimable ayuda de Mercedes, el hada madrina capaz de convertir cualquier trozo de tela en una prenda prodigiosa. Para Berta era un milagro y vivía el proceso en tal estado de embriaguez, que perdía la noción del tiempo siempre que tenía una aguja entre sus manos. 

Puntada a puntada Berta fue hilvanando su vida, remendando sus complejos y fabricando pequeños grandes sueños que tomaban forma de un abrigo de pana con costadillos, una falda roja de piqué por encima de la rodilla o un vestido de raso azul petróleo con escote asimétrico, apertura lateral y aplicaciones de strash. Todos los rincones de su cuarto se llenaron de catálogos, bocetos, patrones. Y sus días se llenaron de idas y venidas a la mercería, donde cualquier accesorio le inspiraba una nueva creación. Bastaba un botón, una tira al bies o una cinta de marroquinería. El cine, la televisión, la música, los videoclips de sus artistas favoritos... todo le era irresistiblemente inspirador.


Berta fue superando sus desórdenes alimenticios porque encontró una pasión en la que volcarse y abstraerse hasta el punto de que su relación tóxica con la comida y su cuerpo pasó a un segundo plano. El exacerbado nivel de exigencia que ejercía sobre su físico se vio diluido en el afán creativo de la costura, que al mismo tiempo ejercía una maravillosa acción terapéutica sobre su autoestima. Vestido a vestido, fue reconciliándose con la forma de su cuerpo, con sus curvas y con sus propias medidas, que plasmaba en patrones de papel de cebolla y carboncillo. La chica del espejo disfrutaba con aquel frenesí de color, fantasía y posibilidades. Dejó de ser un monstruo para convirtirse en la aliada perfecta, en la crisálida indiscutible de sus creaciones.




5 comentarios:

  1. Un relato tan empatico como sabio,sin duda coser es la mejor terapia. Un beso Susana

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  2. Chapeau! Muy bueno, como siempre 😍

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  3. Que bonito relato. Todos deberíamos dejar atrás nuestros complejos y intentar luchar por nuestros sueños.

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