Vivir en tus carnes el desprecio por la vida humana te cambia para siempre, si es que tienes la suerte o la desgracia de seguir vivo...
Una razón silenciosa me llama hoy a la insurrección, a perderme entre las masas indignadas, a traspasar con mi palabra las consciencias... ¿Quién me puede quitar ahora este derecho? Vivo en un país que no es el mío, al que le estoy eternamente agradecido porque me ha brindado la oportunidad de empezar de nuevo, dándome todo lo que no me dio mi país, un hogar y una vida pacífica. Pero el color de mi piel, mi idioma y mis ropas me delatan y sé que para algunos no soy más que ese intruso que “viene a llevarse el trabajo de nuestros hijos y todos nuestros privilegios”. Pero, ¿qué hay en realidad detrás de los muros que nos construimos, de nuestra cerrazón, de nuestros prejuicios hacia los demás, de nuestros emblemas, himnos y consignas, de los patriotismos, de nuestra obsesión desmesurada por autodefinirnos, que nos lleva a la negación de los derechos del otro?
Detrás no hay más que el miedo atroz a toparnos con nosotros, con nuestro propio yo desprovisto de parafernalia, galones, etiquetas... con el ser insignificante que sabemos que somos, ese que hemos revestido de oropeles y autosuficiencia, convirtiéndolo en un prodigio de vanidad, que se alimenta de importancia y vive henchido de legitimidad, honor, aires de grandeza... abotargado de nobleza, solera, alcurnia... Celoso de su rancio abolengo, de su noble estirpe, de su casta. Un reptil que devora a sus propios hijos, aniquilando su espontaneidad y saboteando cualquier intento de parecerse a ellos mismos. Un alien que no dudaría en pulsar el botón rojo si fuese necesario para su autodestrucción, que en realidad sería capaz de cualquier cosa, con tal de no rebelarse y enfrentarse al monstruo, ese que ve cada día en el espejo, que lleva corbata, escudo, bandera...
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