El otro día bajé al centro y aparqué en un conocido centro comercial de mi ciudad. Por cierto, el que busque
un paisaje desolador donde la crisis haya hecho estragos, que no vaya a éste, porque encontrará todo lo contrario cualquier
día del año. Las calles estaban desbordantes de gente, había colas para pagar en todas
las tiendas, los bares y cafeterías no daban a basto, las negocios de telefonía
contaban con colas que se salían del propio establecimiento y en las barras de
uñas las clientas se apelotonaban embriagadas por los tonos purpurina, el olor
a acetona y el nail-art de temporada. Un aroma avainillado colmaba el ambiente,
un perfume familiar que me recordaba dónde estaba, una combinación sublime y
tentadora de café, tartas caseras, croissants, velas, incienso, palomitas de
maíz, fast-food y chuches. Sí, estaba en el Centro Comercial Larios, más conocido como Eroski. Mientras pasaba revista a los escaparates,
donde los artículos flotaban rodeados de destellos y estudiada calidez, induciéndome
en un estado hipnótico que me llevaba a espachurrar mi nariz en los cristales,
se me vino a la cabeza el asunto de las TARJETAS BLACK. ¡Ay!, quién pillara una
de esas tarjetillas... Y mi mente comenzó a desvariar al verme rodeada de los
artículos y la ropa de nueva temporada: bolsos de última tendencia, clutches,
carteras de mano fabulosas, lo último en calzado, botines súper cool,
vertiginosas plataformas, pulseras y pendientes maravillosos, lo
último en tops, estilosos monos, foulards, jerseys, faldas, blusas, chaquetas... Un festival de
tendencias, moda y desenfreno que me hacía desear poseer una de aquellas
tarjetas que contenían los ahorros de toda una vida de los contribuyentes y
cuyos beneficios debían ir a parar a obras sociales. Un delirio que me llevó a
elaborar una lista mental de caprichos, un índice de gastos que no harían mella
en mi modesta cuenta corriente ni ahora ni nunca, puesto que no los tendría ni
que declarar.
De repente empecé a ver borroso, era como si
los objetos hubieran perdido nitidez. Por más que parpadeaba y me frotaba los
ojos, una persistente bruma se adueñaba de todo... Comencé a sentirme
mal, mal por haber albergado pensamientos codiciosos de tal calibre
y porque la forma en que se apilaba la ropa y la gente la agarraba a manojos para meternla en enormes canastas
agujereadas me dio náuseas. Presa de un conato de vómito, cogí la primera
salida que encontré, que me situó en plena Avenida de la Aurora y comencé a
caminar dirección centro. Un paseo que me vino muy bien para recuperarme,
respirar aire puro y hacer una obligada y necesaria reflexión. Pero al doblar una
esquina lo vi, allí estaba, esperándome: el vestido de mis sueños, EL VESTIDO
MÁS BONITO DEL MUNDO. No exagero si os digo que era la prenda más ideal que
había visto jamás. Un corte perfecto, caída impecable, color más que
favorecedor, tejido exquisito, extraordinariamente agradable al tacto, pegadito
como a mí me gusta y de una sola pieza, sin cremallera, costuras ni botones. Me
dije "pa la saca". Mientras me contemplaba boquiabierta en el espejo
del probador, pensaba "me lo pienso poner para todas las ocasiones: bodas,
bautizos, comuniones, para ir al trabajo, hacer la compra, ir a la Escuela de
Idiomas..." Tanto es así que hice como las gitanas y salí con él puesto de
la tienda. Todavía recuerdo la cara de perplejidad de la dependienta al
preguntarle "¿me queda bien?" La de la cajera cuando, al sacar mi
tarjeta de crédito, le dije "cóbrese, pero no me diga el precio, no hace falta". O el rostro descompuesto de los vigilantes de
seguridad, que se ofrecieron incluso a escoltarme hasta mi coche. Pero lo mejor
fue la sensación cuando lo estrené en la calle. Habría jurado que la gente
sobreactuaba al cruzarse conmigo; veía expresiones de admiración, pavor y
asombro a partes iguales. Yo saboreaba el momento... "¡Ummm, hay que ver lo
que es llevar un vestido bonito y favorecedor!" La verdad es que no
podía negar que me daba seguridad, diligencia, empaque... "Con este
vestido soy capaz de pedir un aumento a mi jefe o incluso cantar en un karaoke,
vamos, lo que se dice comerse el mundo..."
A mi marido se le pusieron los ojos vueltos,
al punto de que me hizo prometerle encarecidamente que me lo pondría sólo y exclusivamente para
él. Cuando llamo emocionada a mi amiga Vero para contárselo, ésta no salía de
su asombro al describirle lo bien que me sentaba, lo que me había costado y el
efecto que producía en la gente. Mi amiga, amante del low-cost, asidua de los
blogs de moda y avezada cazadora de tendencias, no podía creer que existiera
una ganga parecida en el mercado. Fue
entonces que me preguntó si tenía marca el vestido. Yo le dije "sí,
claro que la tiene, Dignidad, la marca es Dignidad".
Moraleja: prefiero ir en cueros a llevar un
pedazo de vestido pagado con dinero robado.
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