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viernes, 29 de abril de 2022

VAYAN PASANDO POR ORDEN DE COLA

 

En los supermercados, soy de las que se quedan en la misma cola cuando abren una caja nueva. Sujeto bien mi compra, clavo mis pies en la baldosa y miro al frente. Cuando pasa un tiempo prudencial, hago un barrido tranquilo de mi entorno. 
 
¿Será que soy perezosa, que no me gusta la aventura, que me gusta terminar lo que empiezo? Puede que los que se cambian de cola estén hechos de otra pasta, que sean mucho más ávidos y que tomen mejores decisiones. Puede que sean más aviesos, más espabilados, más astutos. Seguro que hay quienes cuentan el número de personas en cada fila y los productos que llevan y, en función de ello, sopesan si les trae a cuenta cambiarse o no. No me extrañaría que los que hacen esto paguen mucho menos que yo por el uso de cualquier servicio que contraten (seguro que el TAE de su hipoteca es inferior al mío). Ojo, que también están los que tienen prisa justificada. Los que tienen el coche en doble fila, invitados en casa o se han dejado el horno encendido. Sí, pero reconócelo, Susi, ni en ésas te has visto realizando un conteo de las personas y los productos, porque piensas que si lo haces, se te adelantará todo el mundo. Pero sobre todo, porque, pudiendo estar pensando en las musarañas, ¿qué ganas con minuto arriba, minuto abajo?

Luego están los que se cambian por ese miedo irracional que paraliza, empujándote a imitar las decisiones de otros, sin sopesar si realmente les conviene. Si te fijas en sus pupilas, están cristalizadas y sus movimientos son mecánicos, rápidos, desesperados. Miran, pero son incapaces de ver, piensan, pero son incapaces de reflexionar. Viven angustiados, les aterra la idea de quedarse rezagados o fuera de la manada.
 
Yo en cambio, me instalo en la comodidad de la decisión tomada de antemano y soy feliz en mi baldosa. Desde mi fila, observo con tranquilidad curiosa el proceder de los demás compradores: algunos deambulan en tierra de nadie, arrastrando distraídos sus carritos, hurgando en la memoria, hablando consigo mismos porque saben que algo se les olvida. A otros se les ve impacientes, mueven la cabeza como si estuviesen viendo un partido de tenis, buscando posar su mirada ávida en un objetivo plausible. Desde mi cubil, me permito el lujo de dejar pasar a aquellos que llevan mucha menos compra que yo, busco el momento apropiado y alzo mi voz: “Si lo desea, puede pasar delante de mí”. Observo el devenir del mundo, en lo que nos hemos convertido, los titubeos, las intenciones invisibles… en busca de un pequeño milagro.
 
Puede que la vida sea un enorme supermercado, al que hemos venido a buscarnos las habichuelas. Un laberíntico centro comercial repleto de productos y en el que nos vemos obligados a tomar cientos de decisiones: ¿cesta o carrito?, ¿carne o pescado?, ¿pasta o arroz?, ¿cerveza sin o con?. Rodeados de ofertas, descuentos, artículos rebajados, productos novedosos. 

Abrumados y aturdidos por tantas decisiones, nos olvidamos de aquello que veníamos realmente a comprar y cogemos lo primero que vemos, que es lo que menos necesitamos, con la secreta ilusión de que colme esa parte de nosotros que está desatendida. Entonces, abren una caja nueva, una postrera oportunidad para salir airosos de esta extenuante carrera, un pequeño gran triunfo que apuntalará tu necesidad de autopremiarte. 

La próxima vez que estés en el supermercado, imagina que eliges la cola más larga, la que tiene los carros más llenos, que la gente se te cuela a raudales y que encima, te vas con la cesta vacía.

 

 

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