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domingo, 25 de agosto de 2019

LA MUJER MÁS LIMPIA DE CÚTAR


Que La Tierra es como el bombo de una lavadora y nos pasamos la vida dando tumbos es una manera de ver nuestro paso por el planeta; pero para Susan, a sus quince años, poner una lavadora supondría mucho más que una alegoría de nuestra existencia. Se convertiría en un rito de paso trascendental, no tanto por la tarea en sí, sino por la fascinación que sentía por la persona encargada de iniciarla en tan antiguo y honroso menester: la Mariprima. Prima hermana de su padre y afincada en la ciudad condal, consideraba a abuelita su segunda madre y al igual que su prima Marilo, también había sido aprendiz suya. Pero Mariprima ocupaba una posición sin parangón en la familia y es que reencarnaba como nadie los valores de mujer hacendosa, llegando incluso a rivalizar con abuelita en limpieza. Se había ganado una reputación envidiable: ser la mujer más limpia de Cútar. Menuda y fibrosa, Mariprima era una mujer de esas que no se callan, siendo el cerúleo de sus ojillos vivarachos su rasgo físico más característico. A ella se referían con comentarios y expresiones tan castizas como que tenía la casa "como los chorros del oro" o que "se podía comer en el suelo". Asimismo corrían leyendas que nada tenían de urbanas, como que su piso de Barcelona lo limpiaba durante la noche y que sus vecinos estaban más que habituados a oírla arrastrar muebles y sofás a altas horas de la madrugada. Su hogar y sus manos olían siempre a lejía, su producto estrella, y solía ir en ligeras batas de andar por casa que desprendían una penetrante fragancia a suavizante concentrado. Susan se quedaba con la boca abierta oyendo estas historias y deseaba con todas sus fuerzas que algún día alguien pudiese decir algo parecido de ella. 
   
El virtuosismo de Mariprima radicaba en que era puro nervio, lo que le permitía aguantar largas jornadas maratonianas y ejecutar arduas tareas de limpieza en tiempo récord y sin fatigarse, todo ello al más alto nivel de exigencia, la marca de la casa. Susan admiraba a esta mujer formidable, pulcra y concienzuda, que había aparecido de repente un verano en su vida y trataba de ser todo oídos cuando le asesoraba en materia de limpieza. Sus consejos eran de una lógica aplastante, era imposible que la ropa saliese sucia con tres vasos del mejor detergente, dos pastillas de Punto Matic y una botella entera de lejía. Como podéis imaginar, para Susan poner la lavadora se convirtió enseguida en su obsesión. Le puso tanto empeño, que los tiempos de lavado llegaron a marcar su agenda diaria y era habitual verla interrumpir cualquier cosa que estuviese haciendo para salir como un rayo a tender una lavadora, cuyo centrifugado era capaz de sentir a kilómetros. Como aquella noche en las fiestas del pueblo que estaba en la verbena con sus primas y salió de la plaza escopetada para la casa, o la vez que se hizo el tortuoso camino terrizo del campo de fútbol en tiempo récord porque, según sus pronósticos, el prelavado había llegado a su fin y debía echar más detergente. Tender nada más terminar el lavado para que la ropa no cogiese arrugas y no llenar el bombo demasiado eran, junto con la clasificación por colores, las claves básicas de un buen lavado. 

Los frutos pronto dieron resultado. Estaba tan contenta y satisfecha de cómo le quedaba la ropa y de lo bien que olía, que pasaba ratos sentada delante del bombo asegurándose de que el agua hacía suficiente espuma y que los trapos se movían holgadamente. Susan pegaba su rostro a la portezuela del tambor y constataba perpleja los increíbles efectos de la lejía Neutrex en la colada, observando hechizada el volteo de los trapos y cómo se centrifugaba la ropa y con ella su futuro... Un chasquido le anunciaba el fin del lavado, momento en que se precipitaba a abrir la portezuela y sin perder medio segundo, extraía la ropa, que olía extasiada antes de llevarla al tendedero. Un ritual delicioso al que se abandonaba complacida y feliz, pues la amalgama de efluvios que desprendía la colada y el blanco virginal de la ropa eran la prueba irrefutable de su buen hacer y eso le hacía olvidar otros sinsabores.

5 comentarios:

  1. Bravo, Susana. Aún puedo oler la ropa limpia.

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  2. Yo tenía algo de idea de lo qué ella te había enseñado, lo que no sabía esque para tí fue una obsesión,de esos consejos te combertistes en toda una mujer.

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  3. El final me lo encaja todo.. le hacía olvidar otros sinsabores..Transmites y escribes muy bien..����

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  4. Destacar en el pueblo como la más limpia ya impide colocarle otros adjetivos. Más aún en una gran ciudad.
    ¿Esconden sus vidas procurando blancura y buen aroma?
    Bien narrado. Mujeres que "lavan sus heridas", aquellas heridas que no quieren dejar ver, pero que las anulan como personas "per se" y se conforman con la simple felicidad de ser límpidas y hacendosas.
    Hoy día se admira mucho más a la colada que a la lavandera.

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Se despertó de la siesta y se liberó de las garras de su sillón-relax. Una fuerza irracional le condujo hacia la nevera, que no solía fallar...