Sofía tenía claro que la tristeza tenía forma de bailarina. Menuda y con la cintura arqueada, se quebraba al girar sobre sí misma envuelta en un bosque de espejos biselados que devolvían una y otra vez la imagen decadente de su rostro y la trágica curva de su cuerpo. Su melodía campanil le paralizaba el corazón y los silencios intermitentes parecían traspasar el umbral de lo terrenal, desafiando la gravedad y el tiempo. Sabía describir la órbita que dejan las estrellas fugaces en el cielo y en su mirada dormían la templanza de mil desiertos y el rugido de cien leones. Sofía siempre supo que su vida sería como la de la bailarina que vivía en la cajita de música. Que debía aprender a bailar sin salirse nunca del círculo, a contener los suspiros, a clavar sus pupilas en el infinito y a silenciar sus lágrimas. Al fin y al cabo era una privilegiada, una perla entre un millón adiestrada, miniaturizada y maniatada a un palacio de espejos infinitos... Ese día Sofía no dio cuerda a su cajita. Se saltó el instituto y no fue a clase de equitación, tampoco acudió al Conservatorio ni por la tarde a la parroquia a preparar su Confirmación. Eran más de las doce y su madre ya estaba a punto de llamar a la policía, cuando apareció por la puerta. Ésta le preguntó alarmada que dónde había estado y al tomar el rostro de su hija entre las manos, vio que llevaba un puntiagudo piercing de acero en la nariz.
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miércoles, 6 de febrero de 2019
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