Ayer no me hizo
falta estar pegada a la tele para vivir una jornada histórica y trepidante. Las
obligaciones del día me reclamaban, pero en el ambiente había algo especial, se
respiraban vientos de cambio.
No tenía nada que
ver con el olor a pólvora ni con el tenaz chasquido de la guillotina, tampoco
se oyeron los indolentes y despiadados disparos de un paredón, ni se quemaron
iglesias, ni explosionaron un coche mandándolo a 20 metros de altura…
Ayer se culminó
una jornada trepidante en la que, a través de una serie de mecanismos políticos,
en el Congreso de los Diputados y en directo ante toda España, los ciudadanos
pudimos asistir y seguir desde nuestras casas, en el coche, desde el bar, desde el gimnasio y algunos desde nuestros puestos de trabajo, el debate de la moción
de censura a Mariano Rajoy, hasta el día de ayer nuestro Presidente.
El caso es que a
menudo me quejo de mi país por las cosas que pasan y por las que no pasan, por la
indolencia y pasividad respecto a asuntos urgentes y de primera necesidad, por las
leyes que regulan el mecanismo electoral que lastran los cambios necesarios,
por la impunidad pasmosa de un partido corrupto hasta la médula que nos ha
saqueado y vendido que la crisis fue porque vivíamos por encima de nuestras
posibilidades, para luego encima decir que nos han sacado de ella.
A pesar del miedo al cambio, del voto del miedo, del doble rasero y de la tan traída y llevada independencia judicial, ayer ocurrió algo maravilloso y es que, como decía mi padre, a veces las cosas tienen que caer por su propio peso y efectivamente, fue eso lo que ocurrió.
Ayer me sentí
orgullosa de mi país: compartí cientos de memes, intercambié pareceres con mis jefes, familiares,
amigos, alumnos, gente desconocida… con el trasfondo de una primavera exultante,
en su zenit…
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